En un hecho sin precedentes, el gobierno de Estados Unidos ha acusado por primera vez a una ciudadana mexicana de brindar apoyo material a una organización terrorista extranjera. María del Rosario Navarro Sánchez, de 39 años, fue detenida el 5 de mayo en Jalisco y enfrenta múltiples cargos vinculados a su presunta colaboración con el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), recientemente designado por Washington como grupo terrorista.
Navarro-Sánchez no está sola en el banquillo. Junto a ella han sido imputados Luis Carlos Dávalos-López, de 27 años, y Gustavo Castro-Medina, de 28, también mexicanos, por delitos que incluyen tráfico de armas, narcóticos, personas y dinero. La Fiscalía estadounidense señala que los acusados conspiraron para proveer al CJNG de armamento, incluyendo granadas, mientras operaban una red de contrabando que cruzaba las fronteras con drogas, migrantes y efectivo.
La decisión de catalogar al CJNG como organización terrorista fue anunciada en febrero por el Departamento de Estado de EEUU, en una lista que incluye también a los cárteles de Sinaloa, del Golfo, del Noreste y a La Nueva Familia Michoacana. La administración Trump sustenta esta ofensiva en una política de “tolerancia cero” frente a las redes criminales transnacionales, afirmando que representan una “amenaza directa a la seguridad nacional” y un obstáculo para la estabilidad fronteriza.
El caso ha sido procesado en el Distrito Oeste de Texas y coordinado bajo la Operación Recuperemos América, una iniciativa federal que busca desmantelar por completo a las organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico y la inmigración ilegal. Esta operación se ejecuta bajo una lógica de guerra híbrida que combina herramientas judiciales, policiales y diplomáticas.
Lo simbólico del caso recae en la figura de Navarro-Sánchez como primer rostro mexicano vinculado penalmente al terrorismo por vínculos con un cártel. Las autoridades estadounidenses no han escatimado en retórica: el FBI, la DEA, la ATF, el ICE y el Departamento de Justicia han coincidido en que este tipo de operadoras logísticas representan “una amenaza a la seguridad nacional” y son “facilitadoras clave de la violencia”.
Más allá de los discursos de ley y orden, el expediente judicial describe a Navarro como una pieza crítica en una red compleja que combinaba tareas de contrabando humano con financiamiento ilícito, tráfico de armas y colaboración con el aparato paramilitar del CJNG, cuya capacidad para atacar a fuerzas de seguridad —incluso con drones y armas de grado militar— ha sido documentada por el propio Departamento de Estado.
El arresto se dio gracias a una colaboración binacional entre agencias estadounidenses y la Fiscalía General de la República en México. El operativo se realizó en el municipio de Magdalena, Jalisco, donde también se decomisaron armas, drogas y equipos de telecomunicación. Según el secretario de seguridad mexicano, Omar García Harfuch, la mujer fungía como operadora clave del cártel.
Mientras la narrativa oficial en EEUU construye una imagen bélica de los cárteles como “enemigos del Estado”, este caso marca un antes y un después en la forma en que se abordará legalmente al crimen organizado mexicano en suelo estadounidense. El giro no solo es semántico —de “narcos” a “terroristas”—, sino estratégico: permite el uso de herramientas legales más duras y abre la puerta a nuevas formas de cooperación internacional, incluida la extraterritorialidad judicial.
El mensaje político es claro: EEUU endurecerá su cruzada contra el crimen transnacional con una estrategia que fusiona lucha contra el terrorismo, control migratorio y combate al narcotráfico. Sin embargo, aún queda por ver si este enfoque resolverá las causas estructurales del fenómeno o si solo refuerza un modelo de guerra sin fin, donde el derecho penal se vuelve el lenguaje predilecto del poder.