“Lloraba sin saber por qué. Me decían que era normal, que se me iba a pasar. Pero yo no podía dormir, no podía confiar en nadie. Me sentía rota, pero no sabía que eso tenía un nombre”.
El testimonio de Laura podría ser el de muchas mujeres en México que, tras dar a luz, experimentan tristeza profunda, ansiedad, insomnio, pensamientos intrusivos o desconexión emocional con su bebé. La narrativa dominante lo llama “depresión posparto”. Pero la pregunta que urge hacerse es: ¿y si lo que muchas mujeres viven no es un desbalance hormonal, sino una consecuencia directa de la violencia obstétrica?
En México, la violencia obstétrica está reconocida por la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia como una forma de violencia institucional. Incluye desde prácticas normalizadas como no respetar el consentimiento, gritar, humillar, ignorar el dolor, realizar procedimientos sin anestesia o sin explicación previa, hasta inducir partos innecesarios o forzar cesáreas por conveniencia médica o económica.
De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH 2021), el 33.4% de las mujeres que dieron a luz en servicios públicos reportaron haber sido víctimas de maltrato durante el parto o la atención gineco-obstétrica. Eso equivale a más de un millón de mujeres en un solo año.
“Después del parto, todo el mundo me decía que debía estar feliz. Que tenía un bebé sano. Pero yo no podía ni mirarlo sin llorar. Sentía culpa. Sentía que era una mala madre, y que nadie iba a entenderme.”
Lo grave no termina en la sala de partos. Muchos de estos eventos generan consecuencias psicoemocionales severas, pero invisibilizadas: trastorno de estrés postraumático, depresión posparto agravada, fobias médicas, disociación afectiva o incluso rupturas del vínculo madre-hije. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el sistema de salud responde con minimización: “es normal”, “ya pasó”, “piensa en tu bebé”.
Un estudio publicado por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) documentó que muchas mujeres que atraviesan violencia obstétrica no acceden a atención psicológica posterior ni tienen herramientas para procesar lo vivido. Lo que debería ser un acompañamiento integral, se convierte en abandono institucional.
“No me anestesiaron. Grité todo el procedimiento. Cuando pedí que me ayudaran, una enfermera me dijo: ‘ya pariste, no seas exagerada’. Esa frase se me quedó grabada como si me la hubieran tatuado en la piel.”
A diferencia de otros tipos de violencia de género, la obstétrica ocurre con frecuencia en contextos institucionales que gozan de legitimidad social. Las víctimas no solo enfrentan un trauma físico y emocional, sino que, además, deben demostrar que lo que vivieron fue violencia —y no una “mala experiencia” o “parte del proceso”. El camino legal es largo, desgastante y casi siempre infructuoso. La Comisión Nacional de Derechos Humanos ha señalado que los casos de violencia obstétrica denunciados son escasos no porque no existan, sino porque el sistema desalienta activamente que se nombren y denuncien.
“Durante semanas no dormía. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba cómo me tocaban sin pedirme permiso, cómo me trataban como si no fuera un ser humano. Me preguntaba si era normal sentirme así. Me dijeron que era ‘depresión posparto’, pero no me ofrecieron ayuda. Solo una receta y que ‘le echara ganas’.”
Insistir en el diagnóstico de “depresión posparto” como única explicación para el malestar materno es una forma sutil de culpabilizar a la mujer por no adaptarse felizmente a una experiencia impuesta y, en muchos casos, violentada. La violencia obstétrica no es un accidente ni un evento aislado: es estructural, sistemática y profundamente patriarcal.
El movimiento feminista ha comenzado a dar nombre a estas vivencias. Colectivas como Nosotras Tenemos Otros Datos, Parir Nosotras u Observatorio de Violencia Obstétrica en México exigen una revisión profunda del modelo biomédico, la capacitación con perspectiva de derechos humanos y la creación de mecanismos eficaces de reparación del daño.
“Tardé meses en hablar del tema sin sentir vergüenza. Pensaba que si lo contaba, me iban a juzgar. Pero cuando encontré a otras mujeres que habían vivido cosas parecidas, entendí que no estaba loca. Estaba herida. Y nadie me había dado permiso para decirlo en voz alta.”
No se trata de negar que existan trastornos mentales posparto, pero sí de visibilizar que en muchos casos no son fruto de la biología, sino de la violencia. De un sistema que no escucha, no cuida, no cree. Y que insiste en decirle a las mujeres que su dolor es “natural”.
Es hora de dejar de medicalizar el sufrimiento materno y empezar a hablar de justicia obstétrica. Porque sanar empieza por decir la verdad.




