La elección de Arabia Saudita como sede de la Copa del Mundo 2034 ha desatado una nueva tormenta legal y ética sobre la FIFA. Un grupo de abogados internacionales —Mark Pieth, Stefan Wehrenberg y Rodney Dixon— presentó una queja formal ante el organismo rector del futbol, acusándolo de violar su propia política de derechos humanos al otorgar el torneo a un país con un historial “espantoso” en la materia.
La queja, de 30 páginas y entregada a través del propio portal de denuncias de la FIFA, expone que la federación no solo desoyó las recomendaciones previas de los abogados sobre cómo cumplir sus compromisos en materia de derechos humanos, sino que avanzó con la designación sin permitir competencia alguna: Arabia Saudita fue confirmada como anfitrión en diciembre de 2023 por aclamación, sin rivales.
Entre las principales preocupaciones destacadas en el documento están las violaciones a la libertad de expresión, el uso de arrestos arbitrarios, los malos tratos en detención, y la discriminación sistemática contra mujeres y migrantes. La denuncia fue presentada días antes del primer congreso anual de la FIFA tras la designación saudí, en un contexto en que el propio presidente del organismo, Gianni Infantino, viajó a Arabia Saudita para una visita de Estado junto a Donald Trump.
El viaje, simbólico y político, subraya el nivel de cercanía entre Infantino y el príncipe heredero Mohammed bin Salman, vínculo que data desde antes del Mundial de Rusia 2018. Esta cercanía también se ha traducido en una alineación entre los intereses económicos y deportivos de la FIFA y los planes del reino para consolidarse como potencia global del deporte, en el marco del ambicioso programa “Visión 2030”.
Arabia Saudita ha comenzado ya un megaproyecto de infraestructura que superará al del Mundial de Qatar 2022 —evento que estuvo marcado por denuncias similares en materia de derechos laborales y condiciones de los trabajadores migrantes—. Se espera que el torneo de 2034 tenga más equipos, más partidos y estadios aún más costosos y extravagantes.
La FIFA, por su parte, mantiene su postura oficial: en una carta reciente a Human Rights Watch, reafirmó su “compromiso inquebrantable con la protección y promoción de los derechos humanos en el contexto de sus operaciones”. Sin embargo, la contradicción entre este discurso y la decisión tomada ha sido subrayada por los denunciantes, quienes aseguran que “todo sigue igual sin cambios por hacer”.
El marco normativo de la FIFA establece, desde 2017, que las candidaturas deben respetar los derechos humanos internacionales y las normas laborales conforme a los principios rectores de la ONU. Esa norma fue aplicada en el proceso de selección del Mundial 2026 —que se realizará en Estados Unidos, México y Canadá— pero no parece haber tenido peso en la elección de 2034.
Los abogados apelan a que aún existe margen para revertir o condicionar esta elección. En su denuncia plantean que la FIFA está obligada no solo a prevenir, sino a mitigar cualquier impacto negativo que sus decisiones puedan tener sobre los derechos humanos. Y, en este caso, los impactos están más que documentados.
La FIFA enfrenta así una encrucijada que va más allá del deporte: entre avanzar en su relación con regímenes autoritarios bajo la promesa de desarrollo económico y enfrentar las críticas de organismos internacionales, activistas y su propia comunidad futbolística. La pelota, esta vez, no está en la cancha: está en la legitimidad ética de un organismo que presume ser global, pero cuya brújula moral parece estar, una vez más, fuera de juego.




