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lunes, diciembre 22, 2025

Geopolítica del agua: el conflicto silencioso de este siglo por: Ricardo Femat

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Geopolítica del agua: el conflicto silencioso de este siglo

Durante años escuchamos la frase: “las guerras del futuro serán por agua”. Muchos la repetían como si fuera una exageración o una advertencia lejana. Sin embargo, hoy esa profecía se ha vuelto una realidad que nos rodea, silenciosa pero contundente. Aunque no siempre aparece en los titulares, el conflicto por el agua ya está aquí. Comunidades enteras viven sin acceso garantizado a este recurso, mientras territorios, industrias y gobiernos compiten por su control. Al final del día, hablamos de algo tan básico como vital: el agua.

Este recurso, que debería estar asegurado para todas y todos como un derecho humano, se ha transformado en una palanca de poder. Quien controla el agua tiene ventaja económica, influencia política y dominio territorial. En un mundo marcado por la crisis climática, la sobreexplotación de recursos y el crecimiento urbano desmedido, esa ventaja se vuelve cada vez más determinante.

La disputa por el agua no es nueva. Desde la antigüedad, el acceso a fuentes hídricas ha definido el auge y la caída de civilizaciones. Egipcios, mesopotámicos, mayas y muchos otros organizaron su vida política y productiva en torno al agua. En tiempos modernos, la gestión hídrica se convirtió en parte fundamental del aparato estatal. Durante el siglo XX, las grandes obras hidráulicas y presas fueron símbolo de progreso, pero también de desigualdad, despojo y centralización del poder.

En el plano legal e internacional, el reconocimiento del agua como bien público y derecho humano ha sido gradual. En 2010, la Asamblea General de la ONU adoptó la resolución 64/292, donde se reconoce el acceso al agua potable y al saneamiento como derechos fundamentales. No obstante, más de una década después, millones de personas en todo el mundo aún carecen de un acceso suficiente, salubre y asequible.

América Latina ha sido escenario de luchas clave contra la privatización del agua. Uno de los casos más emblemáticos fue la “guerra del agua” en Cochabamba, Bolivia, en el año 2000. La concesión del servicio a una empresa extranjera desató protestas masivas que lograron revertir el contrato. Este suceso se convirtió en un punto de inflexión que inspiró a movimientos sociales en toda la región, dejando una lección clara: el agua no es una mercancía.

En México, el panorama es igualmente complejo. En todo el país se repiten casos donde el acceso al agua está marcado por la desigualdad, la opacidad y el conflicto. En 2020, el estado de Chihuahua vivió una confrontación significativa cuando agricultores se opusieron a la entrega de agua a Estados Unidos en cumplimiento del Tratado de 1944. La situación escaló a enfrentamientos con la Guardia Nacional, evidenciando la falta de diálogo, transparencia y corresponsabilidad en la gestión del recurso.

En la región de La Laguna, compartida por Coahuila y Durango, la sobreexplotación del acuífero principal ha generado una grave crisis que incluye la presencia de arsénico en el agua potable, convertido ya en un problema de salud pública. En la zona metropolitana del Valle de México, millones de personas enfrentan un suministro intermitente, mientras miles de litros se pierden diariamente por fugas en una red antigua y mal mantenida.

La situación se agudiza en otras regiones. En Nuevo León, la crisis hídrica alcanzó su punto más crítico en 2022. Miles de familias quedaron sin agua durante semanas, mientras grandes industrias cerveceras y refresqueras continuaban operando con normalidad, generando una fuerte indignación social. La crisis reveló la fragilidad del modelo hídrico estatal, basado en pocas fuentes, sin alternativas ni planeación a largo plazo.

En Aguascalientes, el agotamiento del acuífero principal ha encendido las alertas. La sobreexplotación para uso agrícola e industrial, junto con el crecimiento urbano desordenado, ha superado por años la capacidad de recarga natural. Las autoridades advierten sobre el alto estrés hídrico que vive el estado, y la disyuntiva es clara: o se transforma el modelo de desarrollo, o las consecuencias serán irreversibles.

En Querétaro, la llamada “Ley de Concesiones” generó protestas por abrir la posibilidad de privatizar el servicio de agua. En estados como Puebla, Veracruz y Baja California, pueblos originarios han denunciado el despojo de sus fuentes para beneficiar a empresas o megaproyectos. Estos casos reflejan una tendencia preocupante: el uso del agua no se decide desde los territorios, sino desde escritorios lejanos, donde el interés económico pesa más que el bienestar colectivo.

El problema no es solo la escasez física del agua, sino la desigualdad en su distribución, el descontrol en su uso y la falta de participación en su gestión. En muchas ciudades, las colonias con más recursos tienen agua potable 24 horas, mientras que otras comunidades reciben el suministro cada tercer día, o simplemente no lo tienen. Lo que debería ser un derecho, termina convertido en una carga económica, ambiental y social.

El panorama se agrava con la mercantilización global del agua. Desde 2020, el recurso se cotiza en los mercados financieros de futuros en Wall Street. Esto significa que actores privados pueden especular con su precio, como si se tratara de oro o petróleo. En ese modelo, el acceso al agua ya no depende de la necesidad, sino de la capacidad de pago.

Frente a este contexto, también ha crecido la criminalización de las resistencias. En México, defensores del agua han sido amenazados, perseguidos y, en algunos casos, asesinados. Según Global Witness, nuestro país se encuentra entre los más peligrosos del mundo para quienes defienden el medio ambiente. Muchas de esas luchas están directamente vinculadas al agua. Las personas que se oponen a concesiones abusivas o megaproyectos extractivos no solo enfrentan al poder económico, sino también al aparato de justicia y seguridad.

Todo esto nos obliga a repensar nuestra relación con el agua. No basta con verla como una cuestión técnica o ambiental. Es un tema político, ético y de derechos. Necesitamos una nueva ética del agua, que ponga en el centro la vida y no el lucro. Y que reconozca que el agua es un bien común, que debe gestionarse con justicia, equidad y participación.

Los gobiernos tienen la responsabilidad de actuar. No basta con perforar más pozos o ampliar redes. Se requiere actualizar la legislación, cancelar concesiones abusivas, proteger fuentes naturales y garantizar que todas las personas, sin importar su código postal, tengan acceso digno al agua.

La sociedad también debe asumir su papel: informarse, organizarse, cuidar el recurso en el día a día, exigir transparencia y justicia hídrica. Porque el agua no puede esperar. Y si no actuamos ahora, el precio lo pagaremos todos.

La geopolítica del agua ya no es un asunto del mañana. Es una disputa del presente, que define no solo nuestra forma de vivir, sino nuestra capacidad de convivir.

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