A dos semanas del derrame de hidrocarburo en las costas de Paraíso, Tabasco, el mar sigue cubierto de chapopote, las redes de pesca están inutilizables y más de tres mil pescadores siguen sin trabajar. Pero para las autoridades, la emergencia parece haber terminado antes de comenzar. Ni Pemex ni el gobierno federal han presentado un plan real de reparación ambiental, mucho menos de apoyo económico. El Estado, simplemente, no llegó.
La noche del 3 de mayo, un ducto de la plataforma Akal-C —viejo, obsoleto y operando desde los años setenta— colapsó, liberando aproximadamente 300 barriles de crudo hacia la Terminal Marítima de Dos Bocas, donde se levanta la aún no inaugurada refinería Olmeca. El derrame alcanzó entre 7 y 22 kilómetros de litoral, afectando zonas clave como la Laguna de Mecoacán, un Área Natural Protegida, y varias playas turísticas. Pero más allá del impacto ecológico, la catástrofe paralizó la economía local: miles de familias pescadoras quedaron de inmediato sin sustento.
Pese a la magnitud del evento, Pemex tardó cinco días en emitir un comunicado. La presidenta Claudia Sheinbaum sólo reconoció públicamente la situación tras ser cuestionada en conferencia matutina. Y su respuesta, lejos de marcar una directriz institucional, se limitó a un escueto: “Si es necesario, sí” cuando se le preguntó si habría apoyo para los pescadores. Hasta ahora, ese “sí” no se ha traducido en acciones concretas.
En tierra, los testimonios de abandono son abrumadores. “Tenemos las redes y lanchas llenas de chapopote. Ya se rompió el diálogo con Pemex y no se ve para cuándo lo van a resolver”, denuncia Asunción Medina, de la cooperativa Puerto Ceiba. “Somos más de tres mil pescadores. Nadie ha venido a censarnos. Nadie nos dice nada”, reclama.
Los afectados no solo enfrentan la contaminación: también deben demostrar que su pobreza es “válida”. El gobierno municipal y Pemex han determinado que solo recibirán ayuda aquellos que cuenten con permisos oficiales —cooperativistas y permisionarios—, excluyendo a miles de “pescadores libres” que viven de su oficio sin estar formalizados. Para ellos, no hay respaldo. No hay diálogo. No hay Estado.
“La gente de Pemex nos dice: ‘Demuéstrame que perdiste tu negocio’”, explica un pescador. Pero para quienes nunca han contado con apoyos oficiales, mucho menos con respaldo legal o contable, esa exigencia es simplemente una manera más de eludir responsabilidades. La exclusión es deliberada.
Mientras tanto, las autoridades minimizan los daños. Yuri Alamilla, asesor ambiental del Ayuntamiento de Paraíso, asegura que el 70% del crudo derramado se evapora en 72 horas y que la fracción restante, aunque más densa, no representa un riesgo grave. “El problema es más por imagen turística”, dijo, como si lo único que importara fuera lo que ve el visitante y no las condiciones de vida de los habitantes.
Incluso ASEA, la agencia encargada de supervisar la seguridad ambiental, se ha limitado a notificar a Pemex sobre su obligación de reportar los hechos en un plazo de 5 a 7 días. No se ha hecho público ningún dictamen técnico sobre el impacto ambiental ni se ha iniciado un proceso claro de reparación. Las funciones de inspección, lejos de proteger a la población, se diluyen en burocracia.
Pemex, por su parte, declaró que colocó abrazaderas en el ducto y que el derrame fue contenido. También aseguró haber dialogado con las comunidades pesqueras, aunque en los hechos no existe constancia de reuniones, censos ni entregas de ayuda. Las lanchas siguen varadas, las redes manchadas de petróleo, y el sustento de cientos de familias sigue suspendido por tiempo indefinido.
El derrame de Paraíso evidencia no solo la fragilidad de la infraestructura petrolera, sino la complicidad estructural de las autoridades para invisibilizar a los más vulnerables. La respuesta institucional ha sido lenta, evasiva y excluyente. En lugar de garantizar justicia ambiental y protección social, el gobierno ha optado por abandonar a su suerte a quienes viven del mar. En lugar de asumir responsabilidades, Pemex ha trasladado la carga de la prueba a los propios afectados.
Lo que hay en Tabasco no es sólo un derrame de crudo: es un derrame de negligencia estatal y desprecio por la vida comunitaria. La marea negra cubre más que las aguas; cubre también la conciencia de un gobierno que promete cuidar el medio ambiente, pero deja solos a quienes lo habitan.




