El peso de las razones
Gómez Dávila o la razón del reaccionario
Toda sociedad, tarde o temprano, enfrenta la crisis de su propia identidad moral, ese sutil desplazamiento en el cual las brújulas éticas tradicionales pierden su eficacia y los ideales que se creían más nobles se diluyen en nuevas ortodoxias cargadas de cinismo y banalidad. Hoy esta crisis golpea a la izquierda con una violencia reveladora. Los principios fundacionales del universalismo, la justicia social y el progreso -aquellos que alguna vez la definieron- han sido sustituidos por el tribalismo identitario, el empoderamiento como sustituto de la justicia, y un nihilismo que instrumentaliza sin pudor a las víctimas para promocionar carreras profesionales y satisfacer intereses personales. Susan Neiman, en su lúcido libro Left is not Woke (Cambridge: Polity Press, 2023), traza con precisión quirúrgica la degeneración de estos ideales en una agenda moralmente empobrecida y políticamente hueca.
Sin embargo, pese a este grotesco cambio de vestuario, es evidente que la izquierda de siempre y esta nueva izquierda woke conservan evidentes parecidos de familia: la ingenuidad revolucionaria, la instrumentalización oportunista de las causas sociales, el estatismo sofocante, su inevitable aburguesamiento, una hipocresía ilimitada y, sobre todo, su insistente pretensión de superioridad moral frente a cualquier otra ideología. Ante a este inquietante espectáculo, las punzantes críticas del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila hoy adquieren una pertinencia sorprendente, ya que no se dirigen al disfraz del día, sino a los vicios atemporales que recorren a todas las izquierdas.
Gómez Dávila, un intelectual atípico, aislado voluntariamente en la intimidad de su biblioteca bogotana, eligió como vehículo para su filosofía la forma breve y afilada del escolio: breves apuntes al margen de un “texto implícito”. En su visión antropológica, pesimista y profundamente conservadora, el ser humano está inevitablemente condenado por sus limitaciones intrínsecas; ninguna promesa utópica puede redimir una naturaleza esencialmente caída y defectuosa. El izquierdista, en cambio, cree con fervor religioso e ingenuidad exasperante en la posibilidad de trascender esta condición mediante la ingeniería social y el poder del Estado.
Para Gómez Dávila, el izquierdista es incapaz de aceptar la impotencia intrínseca del ser humano: “El izquierdista inteligente admite que su generación no construirá la sociedad perfecta, pero confía en una generación futura. Su inteligencia descubre su impotencia personal, pero su izquierdismo le impide descubrir la impotencia del hombre”. En esta frase desnuda un rasgo central de la izquierda: una fe irracional en un futuro siempre postergado, que nunca llega, pero que permite justificar las atrocidades del presente.
El marxismo recibe, naturalmente, una crítica feroz: “Un léxico de diez palabras basta al marxista para explicar la historia”. Con humor cáustico, Gómez Dávila retrata al marxista como un creyente fanático, cuyas convicciones son tan rígidas que evita incluso leer a Marx, su propio profeta. Este dogmatismo esconde una profunda inseguridad intelectual, revelando que la izquierda es más una “táctica lexicográfica” que una verdadera estrategia ideológica. Es decir, se trata más de imponer vocabularios y términos aceptados que de transformar realidades.
Sobre las revoluciones, Gómez Dávila es implacable: “Toda revolución agrava los males en contra de los cuales estalla”. Y añade: “Después de toda revolución el revolucionario enseña que la revolución verdadera será la revolución de mañana”. La revolución, así entendida, es una eterna postergación, un acto inútil que termina consolidando burocracias aún más ineficaces y corruptas que las que derroca.
Pero ¿quién es este pensador que confronta con tanta audacia los ídolos progresistas? Gómez Dávila se autodefine como reaccionario: “El reaccionario no es un conservador. El conservador quiere conservar lo que existe, el reaccionario lo que existió. El conservador es un imbécil resignado; el reaccionario un visionario iracundo”. Así, su conservadurismo no consiste en una defensa ciega del statu quo, sino en la recuperación de valores perennes que considera han sido traicionados por la modernidad.
Para Gómez Dávila la tradición es “el repertorio de las verdades vivas”. La crítica que realiza al progresismo radica en su rechazo a aceptar la realidad del mal como algo intrínseco e irreversible. La ilusión progresista, según él, es creer que los problemas humanos tienen soluciones definitivas, cuando la realidad demuestra que apenas pueden ser gestionados o, en el mejor de los casos, mitigados.
La democracia moderna tampoco escapa a su afilada crítica: “El sufragio universal no pretende que los intereses de la mayoría triunfen, sino que la mayoría lo crea”. En su visión, la democracia se reduce a un juego perverso en el que la mayoría legitima cualquier atrocidad siempre que se vista con las ropas adecuadas de la opinión pública. Este sistema fomenta la mediocridad, premia la superficialidad y castiga la excelencia.
El reaccionario, en la perspectiva de Gómez Dávila, combate no por lo que fue, sino por lo que es eternamente. Esta lucha es una resistencia contra la barbarie disfrazada de progreso, contra la imposición autoritaria del relativismo ético y moral que pretende someter a todas las instituciones tradicionales al dictado cambiante de modas ideológicas pasajeras.
Al final, la crisis actual de la izquierda no es solo una crisis política o ideológica; es una crisis antropológica profunda, una negación de lo que el hombre realmente es en nombre de lo que algunos quisieran que fuera. Las palabras de Gómez Dávila nos recuerdan que esta batalla, lejos de ser coyuntural, es permanente y se libra en el terreno mismo de lo eterno: el reconocimiento de la realidad humana frente a los espejismos del progresismo contemporáneo.
Es tiempo, pues, de recuperar la sabiduría iracunda y clarividente de Gómez Dávila. No para regresar ingenuamente al pasado, sino para proteger, con tenacidad y lucidez, aquellos principios perennes que hacen soportable la existencia humana frente a las embestidas de cualquier tiranía moral disfrazada de utopía.