Aceptamos el amor que creemos merecer: Las ventajas de ser invisible
Las películas suelen presentarnos historias irreales: versiones edulcoradas del amor, relatos que despiertan en nosotros el deseo de vivir algo similar. Las canciones, con apenas una melodía, nos hacen imaginar cómo debería sentirse el amor. En los libros, cada página suma profundidad y reflexión, y nos lleva a cuestionar cómo y a quién se ama.
Así que, cuando finalmente llega nuestro turno de amar, esperamos eso: una experiencia digna de ficción, una emoción intensa, una historia perfecta.
Pero la realidad es mucho más compleja.
Desde pequeños, aprendemos qué es el amor según el hogar que habitamos. En algunas casas se ama con abrazos, palabras dulces y caricias; en otras, con gritos, castigos o el frío de la indiferencia. Y aunque no lo notamos de inmediato, ese entorno moldea nuestra idea de lo que es el cariño, de lo que creemos merecer, de cómo se supone que debe sentirse el amor.
Entonces, ¿cuál es el amor correcto? ¿Cuál es el verdadero?
Muchos dirán que el amor es cuestión de afecto. Y aunque el afecto importa, creo que el amor es, ante todo, una mentalidad.
Cualquiera puede abrazarte. Cualquiera puede besarte, decirte lo que quieres escuchar o sostenerte la mano. Pero no cualquiera se queda cuando eres “difícil” de amar. No cualquiera está dispuesto a verte de verdad, más allá de lo que muestras.
Hoy, el concepto de amor está cada vez más influenciado por la apariencia.
Vivimos en una era en la que parece haber requisitos para ser “suficientes” en el mercado de las relaciones. Mostramos lo mejor, ocultamos lo que duele y aspiramos a vínculos perfectos que rara vez existen fuera de la pantalla. Algunos dicen que esto nos exige más compromiso; otros, que lo vuelve todo superficial.
Y en medio de ese ruido, olvidamos lo esencial: el vínculo genuino. Ese que se construye con el tiempo, con errores, con paciencia. Ese que no necesita validación externa ni se rige por las reglas del algoritmo.
Es fácil dejarse llevar por las flores, los regalos costosos, las pedidas de película. Pero ¿y después de eso? ¿Qué queda cuando todo lo brillante se apaga?
Lo importante, en el fondo, es que el amor sea conexión. Que haya ganas, no solo rutinas. Porque amar también es desear. Y el deseo no es solo físico: es emocional, mental, incluso espiritual. Se trata de elegir al otro, incluso cuando no es fácil. De quedarse, incluso cuando no es cómodo.
Uno de los errores más comunes es dejar que los demás dicten nuestra forma de amar: “No le llames tanto, vas a parecer desesperado”; “No muestres tus sentimientos, te van a lastimar”.
Parece que hemos llegado a un punto en el que la única manera de amar es no mostrar nada.
Pero ¿cómo encontrar conexión si vivimos bajo esas reglas?
Idealizamos la perfección al punto de exigirla. Y cuando el amor se tambalea —porque inevitablemente lo hará— lo confundimos con fracaso. Pero las emociones son como el mar: suben, bajan, se calman, se agitan. No por eso dejamos de acercarnos a la orilla.
El amor no siempre se presenta como lo imaginamos. A veces llega en la forma más sencilla: una conversación honesta, una presencia constante, alguien que decide quedarse cuando sería más fácil irse. Y eso también es amor. A veces, el más real.
No será siempre perfecto ni constante. Habrá conflictos, silencios, cansancio. Pero eso no lo hace menos valioso. Lo que marca la diferencia no es la ausencia de problemas, sino la voluntad de enfrentarlos juntos. No por obligación, sino por el deseo de construir algo que valga la pena.
Y si hay algo importante que debemos aprender, es esto: nadie puede definir por ti cómo amar o cómo ser amado. El amor sano no se impone ni se mendiga. Se construye. Y su valor no está en lo que aparenta, sino en lo que deja dentro de ti.