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domingo, diciembre 21, 2025

Murió José Mujica, el expresidente que cambió la política con humildad y coherencia

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José Mujica no fue un político que pudiera resumirse en un solo gesto. Fue guerrillero, agricultor, presidente, preso político y símbolo global de una política despojada de vanidad. Murió este martes a los 89 años, fiel a su estilo: sin dramatismos, sin lujos, sin herederos directos, pero con una huella que dejó marcas profundas tanto en la historia de Uruguay como en el imaginario progresista mundial.

Desde los márgenes del poder hasta el vértice institucional, Mujica supo habitar cada espacio con una mezcla desconcertante de coherencia, informalidad y ternura ideológica. Su muerte no solo marca el fin de una vida, sino también la clausura de una forma de entender la política en un continente acostumbrado a sus propios extremos.

Del fusil a la flor

Nacido en 1935 en Paso de la Arena, un barrio obrero de Montevideo, Mujica creció en una familia modesta. Su madre, vendedora de flores, marcó su vida con una mezcla de amor por la tierra y pasión por la política. Esa influencia florecería literalmente: Mujica fue floricultor hasta el final de sus días, cultivando crisantemos con la misma disciplina con la que cultivaba ideas.

En los años 60, se integró al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana que buscaba, con inspiración guevarista, confrontar al sistema político y económico que consideraban en decadencia. No fue un revolucionario desde el escritorio: recibió seis disparos, escapó de prisión varias veces y pasó más de una década en condiciones de aislamiento y tortura durante la dictadura militar (1973-1985). Como él mismo contaría después, esos años le enseñaron a hablar con hormigas y a sobrevivirse a sí mismo.

Política sin escenografía

Liberado tras la amnistía de 1985, Mujica eligió la vía democrática sin renegar del pasado. Fundó el Movimiento de Participación Popular dentro del Frente Amplio, la coalición de centroizquierda que conquistaría el poder en 2005. Fue diputado, senador y ministro de Agricultura antes de ser elegido presidente en 2009, a los 74 años, venciendo al candidato de centroderecha con el 52,4% de los votos.

Desde el primer día de su mandato, dejó claro que no jugaría con las reglas convencionales del poder. Rechazó vivir en la residencia oficial, donaba el 90% de su salario y conducía un viejo Volkswagen Escarabajo. Su casa en las afueras de Montevideo, compartida con su esposa y exguerrillera Lucía Topolansky, era una extensión física de su visión del mundo: sin lujos, sin séquito, sin protocolos. “No es pobre quien tiene poco, sino quien mucho desea”, citaba a Séneca, rechazando el título de “presidente más pobre del mundo” que la prensa internacional le adjudicó.

Mujica tampoco fue un outsider improvisado. Su estilo informal convivía con una aguda lectura de las dinámicas políticas. Gobernó con pragmatismo, sin perder su tono humanista. Su gestión estuvo marcada por avances emblemáticos: legalización del aborto, matrimonio igualitario, regulación del mercado de la marihuana y políticas de transición energética. Uruguay se convirtió en ejemplo de estabilidad institucional y progresismo democrático en una región sacudida por el caos y la polarización.

Un estadista a su manera

Su fama global se catapultó con su discurso en la cumbre Río+20 de la ONU (2012), donde cuestionó sin rodeos al modelo de desarrollo económico dominante: “El desarrollo no puede ser en contra de la felicidad. Tiene que ser a favor del amor, de tener amigos, de cuidar a los hijos”. Sin redes sociales ni campaña de marketing detrás, el video se viralizó. Mujica se convirtió en un símbolo de lo que el poder podría ser y rara vez es.

En su mandato, sin embargo, no todo fue impecable. Fue criticado por su gestión desorganizada, por no haber logrado reformas estructurales en educación y por el aumento del déficit fiscal. Él mismo reconocía sus límites: “¿Por qué no cambié más? Porque la realidad es terca”.

También se le reprocharon frases poco diplomáticas, como aquella en la que llamó “vieja” y “peor que el tuerto” a Cristina Fernández de Kirchner, en alusión también a Néstor Kirchner, sin percatarse de que tenía un micrófono abierto.

Pero esa misma crudeza también lo acercaba a muchos. Su lenguaje era directo, sin filtros, con referencias a la muerte, la felicidad, la vejez y el paso del tiempo. En sus últimos meses, enfrentando un cáncer de esófago, no mostró miedo: “La parca ya anduvo rondando antes. Esta vez viene con la guadaña en ristre. Que me quiten lo bailado”.

Más allá del personaje

Mujica no se parecía a sus contemporáneos. No fue un Chávez, ni un Lula, ni un Evo. Su crítica al capitalismo era ética más que ideológica, y su distanciamiento del marxismo cubano no le impidió, por ejemplo, recibir a seis prisioneros liberados de Guantánamo en 2014, en una jugada que desató controversia pero reafirmó su vocación humanista.

En América Latina —una región donde la política suele jugarse entre la grandilocuencia y la sospecha— Mujica ofrecía una tercera vía: la del ejemplo cotidiano. Fue un político que construyó capital simbólico sin presupuesto publicitario, cuya honestidad personal se convirtió en discurso político.

Su legado, más allá de las cifras y las leyes, reside en una filosofía vital: vivir con lo justo, no temer al error ni a la muerte, y aceptar que el cambio social es un proceso incompleto pero necesario. Lo dijo con claridad en una de sus últimas entrevistas: “Siempre pensé que el mejor dirigente no es el que hace más; es el que deja una barra que lo supera con ventaja”.

Con su fallecimiento, Uruguay despide a un exguerrillero que dejó el fusil por la Constitución, la hoz por la flor, y el poder por la coherencia. Mujica ya no está, pero su figura resiste —como pocas— al desgaste del tiempo.

Vía Tercera Vía

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