El “One, Big, Beautiful Bill”, como ha sido bautizado el nuevo megaproyecto fiscal impulsado por Donald Trump y los republicanos en la Cámara de Representantes, ha puesto sobre la mesa un tema especialmente sensible para millones de familias en América Latina: el envío de remesas. La iniciativa propone imponer un impuesto del 5% sobre el monto que migrantes —principalmente indocumentados— envían desde Estados Unidos a sus países de origen, lo que podría traducirse en un golpe directo a las economías locales que dependen de este flujo constante de recursos.
Aunque la propuesta aún está en fase de discusión en comisiones legislativas, ya ha generado múltiples alertas. La medida, presentada por el Comité de Recursos y Arbitrios bajo liderazgo del republicano Jason Smith, especifica que las remesadoras deberán retener este impuesto y transferirlo al Tesoro estadounidense, a menos que se acredite que el remitente es un ciudadano estadounidense verificado. La propuesta se acompaña de una serie de ajustes fiscales más amplios, que incluyen la eliminación de subsidios a energías limpias, aumentos de impuestos a universidades con grandes dotaciones (especialmente las progresistas), y mayores restricciones para inmigrantes indocumentados respecto a créditos fiscales y programas como Medicaid o Medicare.
Desde el plano económico, los efectos de un impuesto a las remesas no son menores. Gabriela Siller, directora de análisis económico de Banco Base, advirtió que podría reducir el ingreso anual de remesas a México en alrededor de 3,250 millones de dólares, afectando de forma significativa el consumo y el PIB nacional. Estados como Michoacán, Zacatecas, Oaxaca y Chiapas —donde las remesas representan cerca del 10% del PIB estatal— serían los más perjudicados.
Además del costo directo para los remitentes, el mensaje político es claro: el gobierno de Trump busca usar las remesas como herramienta de presión migratoria y fiscal. La narrativa de que los “ilegales” se benefician indebidamente de los contribuyentes estadounidenses se traduce aquí en medidas concretas que afectan a millones de familias transnacionales.
Aunque aún no se tiene un cálculo oficial del impacto fiscal total del proyecto, Jason Smith adelantó que se movería en torno a los 3.9 billones de dólares, cifra que busca mantenerse por debajo del techo de gasto fijado por el Partido Republicano. En este contexto, el impuesto a las remesas aparece como una fuente alternativa de ingresos con fuerte carga simbólica y alto impacto político.
La propuesta avanza en paralelo con intentos de restringir la ayuda alimentaria del programa SNAP y de limitar Medicaid, lo que ha generado divisiones internas dentro del Partido Republicano. Mientras el ala más conservadora aplaude los recortes, sectores más moderados expresan preocupación por los efectos sobre sus propios electores. A pesar de estos roces, el liderazgo republicano busca que el proyecto esté aprobado antes del 4 de julio, fecha simbólica para el nacionalismo estadounidense, y que Trump lo firme en un escenario ideal para su campaña presidencial.
Más allá del debate fiscal, la medida expone una estrategia electoral que utiliza herramientas presupuestales para reafirmar una agenda migratoria restrictiva. Con este plan, la administración Trump no solo busca reconfigurar el sistema tributario, sino también redefinir los márgenes de inclusión para quienes no tienen papeles, cargando el costo del ajuste directamente sobre sus espaldas y sobre las economías de sus países de origen.




