Bajo presión
Callar
No tengo dudas de que hay un ataque coordinado desde diversas esferas del oficialismo en contra de la libertad de expresión: la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, en contra de un periodista al grado de impedir que ejerza el oficio y consiga el cierre del diario Tribuna; el sensible gobernador de Puebla, Alejandro Armenta, que en nombre de los niños impone la Ley de Ciberseguridad para que no le digan cosas feas; el Tribunal Electoral de Tamaulipas, que impone medidas de censura contra el periodista Héctor de Mauleón y El Universal; la sanción del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación contra Karla María Estrella, un ama de casa originaria de Hermosillo, por violencia política de género tras un comentario publicado en X contra la diputada Diana Karina Barreras Samaniego, del Partido del Trabajo; el mismo Tribunal amenaza a Laisha Wilkins con imponer una multa de entre 2 mil y 200 mil pesos a causa de una denuncia anónima… Más las que se acumulen esta semana y el acumulado de reacciones atroces como las del senador Gerardo Fernández Noroña.
La presidenta Claudia Sheinbaum asegura que el derecho a la libertad de expresión será defendido en su sexenio, esa ha sido siempre la postura de la titular del Poder Ejecutivo, el problema es que tras declarar que está prohibido prohibir, minimiza estos ataques indicando que la censura es la “nueva moda entre sus opositores”.
La defensa del oficialismo es que nunca hemos sido más libres, que no se coarta la libertad de expresión de nadie, les basta que Claudia Sheinbaum lo repita desde la conferencia matutina y, como ejemplo, se indica que la oposición puede criticar absolutamente todo; sí, pero en los hechos, la repartición de mordazas se mantiene desde los otros poderes y en el ámbito estatal y municipal.
Como ciudadanos tenemos la obligación de ejercer nuestros derechos, esa es la primera defensa que se puede hacer de ellos. Pero también deberíamos entender que el ejercicio de la libertad de expresión no debería depender del temple, la resistencia o el blindaje emocional de quien se atreve a opinar. No es un acto de valentía lo que debería protegernos, sino el marco legal e institucional que garantiza que nadie puede ser perseguido por decir lo que piensa, incluso y especialmente, cuando lo que se piensa incomoda al poder.
No se trata de una batalla aislada de “opinadores profesionales” contra políticos hipersensibles; lo que está en juego es la posibilidad de que cualquier persona -una ama de casa, una actriz, un periodista, un activista digital, un estudiante o quien se anime a escribir un tuit- pueda ejercer su derecho a disentir sin el temor de que se le aplique todo el peso de un sistema judicial más preocupado por blindar egos que por garantizar derechos.
El discurso oficial insiste en que “no pasa nada”, que la libertad está más viva que nunca, pero en los hechos vemos cómo se sofistican los mecanismos de control: ya no hacen falta redadas o censura explícita, basta con el uso punitivo de las leyes, la amenaza judicial, la exhibición mediática, el linchamiento digital promovido desde cuentas institucionales o desde esos ejércitos de simpatizantes que replican el discurso oficial como si fuera palabra sagrada.
Se normaliza la censura mientras se niega que exista. Se persigue sin asumir la persecución. Se calla a quienes piensan distinto, mientras se repite que aquí todos pueden decir lo que quieran. Se construye una narrativa de libertad para encubrir una realidad cada vez más restrictiva.
La presidenta puede decir que la libertad de expresión se respeta, pero ningún compromiso con las libertades será creíble mientras no se condenen públicamente y se reviertan institucionalmente los actos de censura, acoso, intimidación y persecución. No se trata de si estamos “mejor que antes” o si en otros sexenios también se perseguía a periodistas. Esa comparación sólo intenta justificar lo injustificable. La pregunta verdadera es si queremos vivir en un país donde opinar libremente sea un riesgo o un derecho.
La libertad de expresión no es un lujo, es condición básica para que exista una sociedad democrática. No estamos exagerando. No es paranoia. No es moda. Es una realidad que se está instalando con sigilo y eficacia. Si no la enfrentamos ahora, mañana tal vez ya no podamos ni siquiera nombrarla.
Como el silencio ominoso de quienes participaron aceptando las trampas de la elección judicial, el reporte de Integralia, referido en la columna de ayer, destacó el hallazgo de “Inducción diferenciada de voto por entidad” a través de los acordeones, lo que significa que estas guías fueron distribuídas tanto por el oficialismo federal como por los gobernadores de las entidades donde también se eligió al Poder Judicial local.
Como el silencio cómplice de los candidatos ganadores en la elección judicial que aceptaron las reglas del juego que les impusieron quienes mandan, a quien le deben el favor; a quien los puso ahí; los que no denunciaron cómo jugaron a su favor las estructuras electorales, quiénes les agendaron la campaña, les vendieron las movilizaciones, les simularon el respaldo popular.
El silencio también se vuelve costumbre. Después de la censura externa, viene su prima más perversa: la autocensura, esa no sólo mata la palabra: envenena el pensamiento. Persuade de que es mejor callar, matizar, posponer, suavizar, no meterse en problemas. Más allá de las leyes punitivas, de las amenazas judiciales y de los linchamientos digitales, el verdadero riesgo está en que empecemos a asumir que así son las cosas, que ya no se puede hacer nada, que hay que acostumbrarse. Ese es el terreno más fértil para que prospere el autoritarismo: el consentimiento pasivo de una sociedad que se resigna.
La defensa de la libertad de expresión no empieza en los tribunales, ni en los discursos oficiales, ni en los foros académicos. Empieza en la voluntad individual y colectiva de no callarse, de hablar, de escribir, de cuestionar, de disentir. De seguir usando la palabra como lo que siempre ha sido: una herramienta de resistencia.
Porque el silencio puede ser cómodo, pero nunca es inocente. Callar también es tomar partido, someterse.
Coda. Siempre merecidas, no siempre tomadas, este escritor acepta el periodo vacacional propuesto por mi empresa y nos vamos a descansar por unos cuantos días; regresaremos con energías renovadas por el compromiso que tengo con el puñado de lectores atentos. Gracias, ánimo, salud y democracia.
@aldan