Cuando el Departamento del Tesoro de Estados Unidos lanzó su señalamiento, no fue uno menor: CIBanco, Intercam Banco y la casa de Bolsa Vector habrían lavado dinero para cárteles como el CJNG, el del Golfo, los Beltrán Leyva y el de Sinaloa. La respuesta del sistema financiero mexicano no tardó, aunque sí dejó ver la tensión que genera la narrativa de uno y otro lado del río Bravo.
La Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) intervino de forma gerencial a CIBanco e Intercam, removiendo temporalmente a sus órganos directivos, con el argumento de “salvaguardar los derechos de los ahorradores y clientes”. El despacho Álvarez & Marsal México fue designado como administrador cautelar de CIBanco. La decisión excluyó, curiosamente, a Vector, propiedad de Alfonso Romo, exasesor cercano de AMLO.
La acusación estadounidense, encabezada por la Red de Control de Delitos Financieros (FinCEN) y la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), sostiene que los bancos facilitaron operaciones millonarias del crimen organizado. Según la FinCEN, entre 2013 y 2016, una “mula” del Cártel de Sinaloa transfirió 1.5 millones de dólares a Vector, además de otra operación de medio millón entre 2019 y 2021, sin contar los más de 40 millones de dólares vinculados a empresas relacionadas con Genaro García Luna.
Sin embargo, del otro lado del tablero, las autoridades mexicanas se mantienen firmes: no hay pruebas. Así lo dijo la Secretaría de Hacienda y lo reforzó la presidenta Claudia Sheinbaum, quien exigió evidencia concreta antes de asumir alguna culpabilidad. “No hay pruebas, son dichos”, reclamó en su conferencia matutina. “Si hay pruebas, se actúa. No hay impunidad”.
Este desacuerdo no es nuevo. La mención al caso de Salvador Cienfuegos, exsecretario de Defensa arrestado en EE.UU. bajo acusaciones que después se desvanecieron, revela una narrativa recurrente del gobierno mexicano: la defensa de su soberanía ante lo que considera acusaciones unilaterales.
Mientras tanto, las instituciones involucradas niegan rotundamente cualquier relación con el lavado de dinero. CIBanco aseguró cumplir con todas las regulaciones, e Intercam afirmó que sus operaciones siguen con normalidad, subrayando que los depósitos están protegidos por el IPAB y que sus inversiones se resguardan en Indeval.
Tanto la Asociación de Bancos de México (ABM) como la Asociación Mexicana de Instituciones Bursátiles (AMIB) se han alineado con el discurso de contención. Aseguran que no existe riesgo sistémico, que el sistema bancario mexicano es sólido y que se mantiene el cumplimiento de estándares internacionales contra el lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo.
Sin embargo, hay un matiz que no debe pasar desapercibido: el sistema no solo debe ser sólido, debe parecerlo. En medio de señalamientos por vínculos con redes delictivas y frente a medidas punitivas que ya prohíben a bancos estadounidenses operar con las tres instituciones mexicanas, la credibilidad y la transparencia son igual de importantes que los estados contables.
Más allá del lenguaje técnico y diplomático, el fondo es claro: hay una acusación grave desde Washington y una defensa institucional desde Ciudad de México que exige pruebas antes de actuar. El problema es que en esa disputa —legal, financiera y geopolítica— quedan atrapados clientes, mercados y la ya frágil confianza en la banca y en los órganos reguladores.
Que se actúe con rigor es indispensable, pero que se deslinden responsabilidades sin caer en automatismos de defensa nacionalista también lo es. Porque si algo ha enseñado el historial financiero del crimen organizado en México, es que el dinero —como el poder— no siempre deja rastros visibles, pero sí huellas profundas.




