En el teatro político de Estados Unidos, el conflicto por el despliegue de la Guardia Nacional en Los Ángeles se ha convertido en una nueva batalla entre la Casa Blanca de Donald Trump y el estado de California. A raíz de las protestas masivas contra las redadas migratorias impulsadas por ICE, Trump ordenó el envío de unos 4 mil soldados de la Guardia Nacional a la ciudad, alegando una amenaza al orden y justificando su medida bajo el Título 10 del Código de EE.UU., reservado para escenarios como invasión, rebelión o incapacidad para aplicar la ley.
El gobernador Gavin Newsom no solo no estuvo de acuerdo, sino que respondió con una demanda federal por considerar que la acción del presidente violaba la Décima Enmienda y representaba una extralimitación del poder ejecutivo. Newsom argumentó que el ejército “no pertenece a las calles de California”, sino al campo de batalla. Y el juez Charles Breyer pareció darle la razón, al emitir una mordaz sentencia de 36 páginas calificando de ilegal la acción de Trump, señalando que ni siquiera se había consultado formalmente al gobernador como exige el estatuto correspondiente.
La orden de Breyer ordenaba devolver el control de la Guardia Nacional al estado, justo cuando ya había soldados desplegados protegiendo edificios federales y colaborando en redadas. Pero el alivio fue breve: la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito bloqueó temporalmente esa decisión y anunció una audiencia para el 17 de junio. En el inter, los soldados siguen en las calles, y Trump presume desde Truth Social haber “salvado” a Los Ángeles de convertirse en cenizas, con un tono más cercano a un monólogo de reality show que a una rendición de cuentas institucional.
Mientras tanto, el Pentágono también movilizó a 700 marines entrenados para contener disturbios civiles, aunque aún no han pisado el campo urbano. La pregunta flotante —si terminarán participando en redadas migratorias— permanece sin respuesta, y el gobierno federal insiste en que estas decisiones no deberían estar sujetas a revisión judicial.
La Casa Blanca, a través de la vocera Anna Kelly, declaró que la sentencia del juez Breyer pone “en peligro a nuestros valientes funcionarios federales”, y que el presidente actuó como comandante en jefe para proteger a la ciudad “anárquica” que, según su narrativa, representa la gestión de Newsom. Las declaraciones se mezclan con comparaciones históricas: desde la intervención de Eisenhower por la desegregación hasta Nixon con la huelga postal, como si desplegar tropas para detener migrantes fuera un asunto de rutina democrática.
El fallo de Breyer, más allá de su efecto inmediato, subraya una tensión latente: ningún presidente había ordenado el despliegue de fuerzas bajo control federal sin el consentimiento de un gobernador desde los tiempos de la lucha por los derechos civiles. Además, evidenció cómo las redadas migratorias se han vuelto una herramienta para marcar territorio político más que una política pública eficaz.
Con un Congreso polarizado y un Tribunal Supremo con mayoría conservadora, el desenlace legal sigue incierto. Lo que es claro es que el intento de Trump por convertir las calles de Los Ángeles en un tablero de poder federal, encontró en California un contrapeso dispuesto a dar la pelea, con toga, Constitución en mano y una sentencia que grita: el presidente no es el Rey Jorge. Pero hasta nuevo aviso, los uniformes siguen en las calles, y el país entero observa cómo la democracia se debate entre la legalidad, la fuerza y la narrativa del caos.