Cada junio, miles de personas llenan las calles con banderas multicolores, música electrónica, carritos alegóricos y cuerpos brillantes. El Pride es una fiesta. Pero también, para muchxs, sigue siendo una protesta. A 55 años de la revuelta de Stonewall, la pregunta resurge con fuerza: ¿qué es hoy la Marcha del Orgullo? ¿Celebración, estrategia de marketing, o acto político de resistencia?
De la revuelta a las carrozas
El 28 de junio de 1969, una redada policial en el bar Stonewall Inn, en Nueva York, provocó una respuesta inesperada: personas trans, racializadas y trabajadoras sexuales se enfrentaron a la policía. Durante tres días, las calles de Greenwich Village fueron escenario de una revuelta espontánea. Ese momento fundacional se considera el nacimiento del movimiento moderno por los derechos LGBTQ+.
A partir de ahí, las marchas del Orgullo comenzaron como actos profundamente políticos. En los años 80, durante la crisis del VIH/SIDA, se convirtieron en gritos de rabia y exigencia por atención médica y justicia. Pero con el paso del tiempo, la escena cambió: llegaron los patrocinadores, los influencers y las marcas con versiones arcoíris de sus logos.
Pink capitalism: entre inclusión y marketing
El fenómeno tiene nombre: pink capitalism o rainbow washing. Se refiere a la apropiación del simbolismo LGBTQ+ por parte de corporaciones que, más allá del logo multicolor, no necesariamente apoyan las luchas de la comunidad.
Judith Butler, filósofa feminista, fue una de las primeras figuras en criticar esta tendencia. En 2010, rechazó públicamente un premio del Christopher Street Day en Berlín por considerar que el evento se había comercializado y despolitizado, señalando además el racismo hacia personas migrantes trans dentro del propio movimiento.
“Las marcas marchan con nosotros, pero no marchan con nuestras causas”, escribió el colectivo neoyorquino Reclaim Pride, que desde 2019 organiza la Queer Liberation March, sin patrocinios, sin policías, sin carrozas.
Dean Spade, académico trans y activista, también ha denunciado el uso del orgullo como plataforma de legitimación institucional. En especial, ha sido crítico del uso del pinkwashing por parte de estados como Israel, que promueven su política LGBTQ-friendly mientras enfrentan denuncias por violaciones de derechos humanos.
¿Y en México? Glitter, marketing… y disidencia
En la Ciudad de México, la Marcha del Orgullo ha crecido exponencialmente en visibilidad y asistencia. En 2023, los organizadores estimaron más de 250 mil personas en las calles. Sin embargo, las críticas no han faltado.
Ese año, se filtró un “paquete diamante” con costo de hasta un millón de pesos por colocar una carroza patrocinada. El escándalo reavivó los cuestionamientos sobre la comercialización de la marcha.
“Es una lucha dentro de la marcha, cuando ya ha sido deslavada más a un asunto de marketing… es pinkwashing”, dijo Omar Cabrera, integrante de VIHVE LIBRE y del Bloque Disidente, en entrevista con medios locales.
El Bloque Disidente es uno de los espacios que, desde 2018, cuestiona la narrativa festiva dominante. Se organizan al margen del recorrido oficial, marchan a pie, sin carros alegóricos ni patrocinadores, y exigen justicia para víctimas de transfeminicidio, personas que viven con VIH, juventudes queer empobrecidas y comunidades indígenas LGBT.
“El Bloque Disidente se posiciona contra la comercialización de la marcha”, señaló en 2023 Victoria Sábado, otra de sus voceras. “Queremos que el Pride recupere su raíz política y combativa”.
Pinzón, activista y performer queer, ha señalado que mientras se celebran las alianzas con marcas, los problemas estructurales siguen intactos: discriminación laboral, falta de acceso a la salud, violencia policial, exclusión habitacional.
Alternativas: marchas de la rabia
En años recientes han surgido múltiples alternativas en México. Además del Bloque Disidente en CDMX, existen movilizaciones como la “Marcha de la Rabia”, organizada por colectivos anticoloniales y transfeministas. En 2024, esta marcha se dirigió hacia la embajada de Israel para denunciar el pinkwashing internacional y la violencia contra personas palestinas queer.
Estas manifestaciones no renuncian a la alegría, pero la entienden como herramienta política, no como estrategia publicitaria. “Marchamos con glitter, sí, pero también con rabia”, afirmaba una pancarta.
¿Pride para quién?
El debate sobre el sentido del Pride no es un capricho nostálgico. Se trata de preguntarse quiénes están en el centro de la narrativa y quiénes siguen siendo marginadxs: personas trans sin acceso a documentos oficiales, juventudes sin redes de apoyo familiar, personas queer racializadas o empobrecidas, personas con VIH.
Según el CONAPRED, en México las personas LGBT+ siguen enfrentando tasas alarmantes de discriminación en empleo, salud y educación. La Encuesta Nacional sobre Diversidad Sexual y de Género (ENDISEG) 2021 reveló que más del 40 % ha experimentado discriminación en espacios escolares y laborales. El orgullo, dicen quienes marchan, no puede ser solo una fiesta mientras eso siga ocurriendo.
¿Fiesta o protesta? Tal vez ambas
El dilema no tiene respuesta única. El Pride puede ser celebración, memoria y resistencia a la vez. Lo que está en juego no es el glitter ni la música, sino el contenido político de esa visibilidad. ¿Se abren debates reales después del desfile? ¿Se construyen políticas públicas? ¿O el arcoíris se evapora al terminar junio?
Tal vez no se trata de elegir entre fiesta o protesta, sino de entender que sin memoria, la fiesta se vuelve marketing; sin lucha, el orgullo pierde sentido.
