Cuentos de la colonia surrealista
Después de la medianoche
Cuando me mudé de casa, hace cerca ya de un par de años, los vecinos se encargaron muy bien de convencerme con actos y palabras de que, contrario a lo que yo pensaba, se trataba más bien de un lugar seguro y que no tenía que preocuparme por asaltos o robos, puesto que la honestidad y el respeto eran los valores que imperaban entre los habitantes del barrio.
Eso sí, me advirtieron todos de forma unánime, que me cuidara mucho de no salir a caminar después de la media noche, especialmente en la zona de la fuente, junto a las bancas de la plazoleta principal, contrarias a la iglesia, pues esa era la zona (y hora) más peligrosa del barrio.
Ante mi asombro y duda respecto a los temas de inseguridad, cada persona me aseguró que no se trataba de eso, pues no había delincuencia, sino de temas más siniestros y fantasmagóricos y, por tanto, más peligrosos y aterradores que ni siquiera se atrevían a describir.
Yo, de natural, soy muy escéptico y no tuve problema en darles por su lado, comprendiendo, también, que me encontraba en uno de los barrios más antiguos, conservadores y tradicionales de la ciudad, por lo que era de esperarse que ese tipo de supersticiones, historias y leyendas urbanas que sustentaban dichas supersticiones eran por demás comprensibles,
Sin embargo, tras casi veinte meses ininterrumpidos de advertencias donde, semana sí y semana también, un vecino aquí y un par más por allá me recordaban eso de no internarme a la plazoleta después de la medianoche, se me activó, como era de esperarse, la curiosidad, aunque algunos bien pudieran llamarle morbo.
¿Por qué tanto miedo?, me pregunté inicialmente, puesto que su miedo era genuino, para después cuestionarme la razón de tanta insistencia, si desde un principio les hice caso y en ningún momento pretendí llevarles la contraria o cuestionarles, mucho menos de apersonarme en la plazoleta después de la medianoche. ¿A qué, entonces, tanta insistencia? Me molestaba muchísimo. Y supongo que esa molestia fue la que tomó la decisión y dirigió mis pasos aquella fría noche de febrero.
Ni siquiera lo pensé. No se trató en lo absoluto de una acción premeditada. Simplemente ocurrió la madrugada del martes 13 al miércoles 14, mientras regresaba a casa después de mi reunión semanal con mi grupo de amigos, a quienes llamo hermanos. Pasada ya la medianoche, me encontraba en demasía cansado, por lo que, en lugar de tomar el camino usual, por las avenidas, que implicaba un camino ligeramente más largo, opté por cruzar por entre las callejuelas del barrio, tomando incluso un par de calles en sentido contrario, pues consideré que, dada lo entrada de la noche, no habría ningún problema o riesgo de colisión, puesto que, fieles a sus recomendaciones, los vecinos tampoco salían de su casa después de la medianoche, especialmente por la zona de la plazoleta, a cuyo costado sur llegué después de cortar a la izquierda en una calle de sentido inverso, lo que me dejaba a tan sólo tres cuadras de mi casa.
Tras girar a la derecha, sin embargo, y dejar la plazoleta atrás, la imagen de ésta en el espejo retrovisor me hizo frenarme en seco y poner punto final a las supercherías que durante meses los vecinos del barrio habían trabajado por infundirme, sin éxito alguno.
Me frené a un costado de la ferretería de don David, puse las intermitentes y, después de bajar del coche, me encaminé directo a la fuente central, junto a las bancas y farolas de la plazoleta, cámara en mano, listo para retratar fantasmas en el remoto, remotísimo caso de que realmente existiesen y, dispuesto a fotografiar una plazoleta vacía que, por muy siniestra que se viera a la luz de las farolas y con el silencio envolvente, carecía por completo de fantasmas, puesto que éstos no existían y estaba decidido a demostrarlo.
Tomé al menos media docena de fotos desde diferentes ángulos y, en efecto, no me equivoqué: Ningún fantasma aparecía en ellas y tampoco se materializó nada cerca de mí durante la sesión de fotos, ni durante el cuarto de hora que me senté en una de las bancas, contemplando la fuente, disfrutando del silencio de la noche.
Tras esos quince minutos, satisfecho por mis pesquisas, me encaminé hacia el auto, pero no pude completar mi corrido. Después de todo, y pese a las insistencias de mis vecinos, que desde el primer momento se empeñaron en decirme y demostrarme que había llegado a un barrio seguro, al final sí que había hurtos.
Me robaron mi coche. A la una y media de la madrugada, a tres cuadras de mi casa, me robaron el coche sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Apenas había dado un par de pasos en dirección opuesta a la fuente cuando el sonido de encendido de mi auto me avisó del atraco que se estaba llevando a cabo apenas unos metros más allá de la plazoleta y del sitio exacto en donde me encontraba. Nada más gritar y los ladrones aceleraron a toda velocidad por la calle, hasta que giraron a la derecha un poco más adelante, por la florería, dejándome a mí sin coche y sin fantasmas a mitad de la noche, en la plazoleta central de uno de los barrios más conservadores, tradicionales y antiguos de la ciudad, sin que nadie pudiera auxiliarme de ninguna manera, puesto que ningún vecino se atrevería a acercarse al lugar pasada la medianoche.
Lo descrito anteriormente fue lo mismo que declaré en la delegación de policía cuando levanté mi denuncia a primera hora de la mañana, sin esperanzas de recuperar mi carro, pues sabía que no había sido del todo honesto en mi declaración. No le dije a nadie que, a través de los espejos pude ver, no a unos corrientes delincuentes, sino a una serie de espectros, con los rostros podridos y desencajados que, riendo siniestramente se alejaron de mí mientras mi espalda se helaba. No podré reconocerle jamás a nadie que se trataba de fantasmas. ¡Los fantasmas se robaron mi coche!