El nombre y su peso | Bajo presión Edilberto Aldán - LJA Aguascalientes
24/06/2025

El escritor Tomás Eloy Martínez sostuvo que el patrimonio fundamental del periodista es su nombre. Tiene razón. No son los premios, las exclusivas ni los miles de seguidores los que dan peso a la voz de quien escribe, sino el respaldo que sus palabras y acciones otorgan a ese nombre. Suelo recordar esa frase con frecuencia porque vivimos tiempos en los que el nombre parece intercambiable, desechable, moldeable al capricho del algoritmo.

Las redes sociales nos invitan a mutar identidades a conveniencia, a escondernos tras seudónimos irónicos o avatares sin biografía, a reinventarnos con la misma facilidad con la que cambiamos una foto de perfil. Pero cuando las cosas se ponen serias -cuando una denuncia debe sostenerse, cuando una palabra escrita hiere o repara, cuando se exige una rendición de cuentas- es el nombre lo que comparece. Lo que se pone en juego.

En una época donde las mentiras pueden viralizarse en segundos y la desinformación se esconde tras cuentas anónimas o inteligencias artificiales sin rostro, el nombre se vuelve un ancla. Una señal de que hay alguien detrás del texto. Alguien que arriesga algo. Alguien que ha decidido asociar su palabra con su persona. Nombrarse y ser nombrado correctamente es el primer paso hacia el reconocimiento, pero no basta con figurar en el encabezado de una nota, en una boleta electoral o en un directorio institucional: el verdadero valor del nombre proviene de las palabras y actos que lo sostienen.

En México, por ejemplo, los términos “panista”, “priísta” o “morenita” suelen usarse como etiquetas para descalificar. El nombre propio pierde peso frente al membrete partidista. Por eso, en años recientes, el marketing electoral ha optado por destacar el nombre de los candidatos, incluso por encima del partido que los postula. La intención no es ética, sino comercial: volver cada nombre una marca, con eslogan, color y tipografía propia. Una marca que se puede inflar, posicionar, monetizar… o enterrar con escándalos.

Y vaya que ha funcionado. Hoy, el nombre importa no por lo que representa en términos éticos, sino por el valor de mercado que puede alcanzar. En esa lógica entró el episodio 11 del podcast La Moreniza, donde María Luisa Alcalde entrevistó a Andrés Manuel López Beltrán, quien como secretario de Organización de Morena, justificó la derrota del partido en las elecciones de Durango con una serie de frases dictadas desde la narrativa mañanera. Pero lo más llamativo fue su berrinche mediático:

“Yo me llamo Andrés Manuel López Beltrán, y mi más grande orgullo es llamarme como el mejor presidente que ha tenido este país, el llamarme Andy es demeritar eso, quitarme el legado, ese nombre, lo mismo hicieron en Durango, no quisieron mencionar en ningún medio de comunicación local, Moreira, Alito, no me mencionaron por mi nombre. ¿Por qué? Porque saben lo que vale el nombre y saben lo que vale el legado de Andrés Manuel López Obrador.”

La victimización de López Beltrán deja entrever una idea inquietante, cree que el nombre, por sí solo, basta para construir legitimidad. Como si la herencia, el parentesco o la marca fueran suficientes para dotar de autoridad o reconocimiento a quien lo porta. Como si bastara decirse “Andrés Manuel” para tener razón, sin necesidad de demostrar capacidad, carácter, pensamiento propio.

Pero los nombres no valen por sí mismos. Se llenan o vacían de sentido según las palabras que los acompañan, según las acciones que los sostienen. El nombre es una promesa, no una garantía. Puede ser una herencia, pero no un escudo permanente contra la crítica ni una excusa para el autoelogio.

Por eso hay nombres que resisten el paso del tiempo y nombres que se desgastan en apenas una legislatura. Hay nombres que se recuerdan con respeto, y otros que evocan el cinismo, la traición o el oportunismo. Hay nombres que pueden ser borrados de placas y monumentos, pero permanecen vivos en la memoria colectiva por lo que representaron. Y hay nombres que alguna vez llenaron pancartas, pero hoy nadie repite sin una mueca de vergüenza. “Es un honor estar con López Beltrán” no tiene la misma cadencia que el grito original; suena más bien a lema de sucesión dinástica. Tal vez lo que realmente demanda escuchar el señor Andy sea: “Es un honor apoyar al hijo de Obrador”. 


Es comprensible el berrinche del señor Andy: al nombrarlo así, se diluye el eco solemne del apellido paterno y se le despoja, al menos simbólicamente, de ese capital político heredado que tanto le urge rentabilizar. Llamarlo por un diminutivo no sólo lo humaniza, lo reduce a su talla real, exhibe la incomodidad de quien quiere cobrar prestigio ajeno como si fuera propio. No es el nombre lo que se demerita, sino la pretensión de vivir a su sombra. 

Ese arrebato no es anecdótico; refleja el talante autoritario del régimen morenita, donde el discurso oficial no sólo se impone desde la conferencia mañanera, también pretende dictar cómo deben nombrarse las cosas y las personas. No faltará quien proponga una Ley General de Titulación Honorífica para que los medios estén obligados a escribir “El Hijo del Presidente Andrés Manuel López Obrador” cada vez que se mencione al señor Andy. No sea que se les olvide a quién deben su lealtad. 

En el periodismo, como en la vida pública, un nombre vale en la medida en que uno lo honra. En la medida en que puede decirse sin agachar la cabeza, sin titubear, sin esconderse tras otro. El nombre es lo único que realmente nos pertenece, también lo único que podemos perder sin que nadie nos lo robe. Basta con dejar de sostenerlo con palabras íntegras y actos congruentes. Basta con vaciarlo de sentido.

Coda. “Un hombre vale su nombre”, escribió Arthur Miller en The Crucible, esa obra en la que la dignidad se juega en la cuerda floja entre el miedo, la histeria colectiva y la conciencia individual. En el clímax de la pieza, John Proctor se niega a firmar una confesión que le salvaría la vida, porque hacerlo significaría traicionar su nombre. “¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin mi nombre? ¡Os he dado mi alma; dejadme mi nombre!”, porque en el nombre está contenida no sólo su reputación, sino su ser completo, su historia, su memoria, su posibilidad de mirar de frente a sus hijos y a sí mismo.

@aldan


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