El 4 de junio, la administración de Donald Trump activó una de sus políticas comerciales más agresivas desde su regreso a la presidencia: duplicar del 25 al 50 % los aranceles a las importaciones de acero y aluminio. Aunque se trata de una medida generalizada a varios países, su impacto en México ha encendido alarmas tanto en lo económico como en lo político. Mientras Trump defiende la decisión como una forma de proteger la producción nacional, en México se percibe como una acción injusta, sin fundamento legal y potencialmente perjudicial para ambas economías.
Desde Palacio Nacional, la presidenta Claudia Sheinbaum calificó los aranceles como “insostenibles” y adelantó que, si no se llega a un acuerdo con Washington, México responderá con medidas de protección que no constituyen una “venganza”, sino un mecanismo para salvaguardar empleos y a la industria nacional. “México importa más acero del que exporta”, subrayó, al explicar que el argumento habitual para imponer este tipo de medidas –un déficit comercial– no aplica en este caso.
Sheinbaum también cuestionó la legalidad del aumento de aranceles, considerando que existe un tratado comercial vigente y que el propio gobierno de Estados Unidos ha reconocido una “buena colaboración” bilateral, incluso en temas de seguridad. “No creemos que tenga sustento”, concluyó la mandataria.
La postura fue reforzada por el Secretario de Economía, Marcelo Ebrard, quien señaló que Estados Unidos mantiene un superávit comercial en este rubro con México, por lo que la medida es “injusta, insostenible e inconveniente”. Ebrard anunció su viaje a Washington para intentar negociar la exclusión de México, replicando lo logrado por Reino Unido, que quedó exento del aumento y mantiene el arancel en 25 %.
En términos técnicos, los argumentos de Sheinbaum y Ebrard coinciden: aplicar un arancel tan elevado rompe con la lógica comercial y amenaza cadenas de valor esenciales, particularmente en sectores como el automotriz, la construcción y la electrónica. Más allá del discurso diplomático, el fondo del problema refleja un intento unilateral de Estados Unidos por manipular el mercado global sin considerar los efectos colaterales.
Esos efectos colaterales ya comienzan a discutirse en su propio territorio. Diversos analistas y empresas estadounidenses advierten que los nuevos gravámenes podrían tener consecuencias directas en la economía de los consumidores, comenzando por los supermercados. Según reporta The Associated Press, expertos como Usha Haley, de la Universidad Estatal de Wichita, anticipan una cadena de aumentos de precios en productos enlatados –desde sopas hasta comida para mascotas– debido al encarecimiento del embalaje con acero importado. Empresas como Campbell Co. y ConAgra Brands han declarado que los nuevos aranceles complican la gestión de precios y abastecimiento.
Además, el impacto podría extenderse a sectores menos visibles, como la logística alimentaria, construcción de tiendas y adquisición de maquinaria agrícola. “Si un tractor John Deere cuesta un 25% más, los consumidores pagan el precio”, afirma Babak Hafezi, académico de la Universidad Americana. El argumento es simple: los aranceles no se quedan en el puerto, se filtran a lo largo de la cadena económica hasta llegar al consumidor final.
Trump, por su parte, ha defendido la medida como una herramienta para revitalizar la industria siderúrgica nacional. En un mitin con trabajadores del sector en las afueras de Pittsburgh, presentó los nuevos aranceles como un paso clave hacia la “seguridad industrial”. David McCall, presidente del sindicato United Steelworkers, lo respaldó parcialmente, aunque advirtió que aún se requieren reformas comerciales más amplias.
Sin embargo, voces como la del economista Andreas Waldkirch advierten que el costo económico global podría superar cualquier beneficio puntual. “Puede que consigas algunos empleos más en la industria del acero. Pero todos estos costos indirectos significan que luego destruyes empleos en otros lugares”, señaló en entrevista para AP. La paradoja, entonces, es clara: medidas que prometen fortalecer la economía nacional podrían, en el mediano plazo, debilitarla desde dentro.
El reto ahora es político y técnico. México busca una salida negociada, consciente de que la confrontación directa con Estados Unidos puede escalar y afectar otros frentes. Pero también enfrenta la presión de proteger a su sector industrial. Mientras tanto, el mensaje desde la Casa Blanca es ambiguo: se habla de seguridad y fortalecimiento económico, pero se aplica una política que ni siquiera cumple con las condiciones que justificarían su implementación.
Con un acuerdo aún en el aire, lo que sigue es una semana crucial. Las reuniones entre Ebrard y funcionarios estadounidenses podrían definir si México logra evitar el impacto o si deberá actuar, con todo y consecuencias, para defender su industria del acero.




