Entre el humo de los enfrentamientos, las patrullas de ICE y el ruido de los helicópteros sobrevolando el sur de California, un símbolo ha captado la atención del debate político: la bandera de México. En el corazón de las protestas contra las redadas migratorias impulsadas por la administración Trump, ondear este emblema tricolor ha dejado de ser una simple expresión cultural para convertirse en el blanco de una guerra discursiva que mezcla identidad, política y percepción pública.
Las imágenes que muestran a manifestantes portando banderas mexicanas —algunas de ellas junto a autos incendiados o durante choques con autoridades— han sido reproducidas insistentemente por medios conservadores y figuras cercanas al presidente, como Stephen Miller o el vicepresidente J.D. Vance. Para ellos, la escena representa una “insurrección con banderas extranjeras” que justificaría medidas como el despliegue de la Guardia Nacional o, incluso, la invocación de la Ley de Insurrección. Trump, por su parte, no ha descartado su uso si las protestas se intensifican, aunque por ahora ha dicho que “no hay insurrección”, pero sí “personas violentas”.
La reacción no ha sido unánime. El gobernador de California, Gavin Newsom, calificó la militarización como un abuso de poder, mientras que la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, pidió evitar la violencia y advirtió sobre posibles provocaciones e infiltraciones durante las manifestaciones. Para activistas y ciudadanos mexicoamericanos, el uso de la bandera mexicana es una forma de resistencia simbólica ante una narrativa que busca borrar la identidad de millones de personas que, aunque nacidas en Estados Unidos, no renuncian a sus raíces.
Pero ese acto de afirmación identitaria es un arma de doble filo. Algunos organizadores y académicos, como Fernando Guerra o Mike Madrid, consideran que el uso masivo de banderas extranjeras puede ser políticamente contraproducente. Madrid recuerda cómo durante la Proposición 187 en 1994, el ondear banderas mexicanas provocó una ola de rechazo que fortaleció la postura conservadora y debilitó la defensa de derechos civiles para inmigrantes. Hoy, dice, el riesgo es repetir esa historia.
La ciudadanía latina en EE.UU. es diversa y no monolítica. Algunos, como María Flores, argumentan que ondear la bandera estadounidense puede ser malinterpretado como apoyo al movimiento MAGA, mientras otros, como Lorena Gonzalez, distribuyen pequeñas banderas estadounidenses en protestas para recordar que oponerse a Trump también es un acto patriótico. La contradicción revela un dilema más profundo: en un país donde la bandera nacional ha sido secuestrada simbólicamente por la derecha, ¿cómo puede una comunidad racializada reclamar su lugar sin ser acusada de “traición”?
Este conflicto simbólico también expone una brecha generacional y cultural. Jóvenes mexicoamericanos, como Bonnie García o Patrick Díaz, expresan que portar la bandera mexicana no es una negación de su nacionalidad estadounidense, sino una forma de visibilizar su doble identidad. “No es antiestadounidense, es chicano”, resumió un manifestante. En barrios como Compton o Paramount, la bandera tricolor está presente en el día a día: en los partidos de fútbol, en las loncheras, en las tiendas. Para muchos, no es un gesto político sino un reflejo de la vida cotidiana.
Aun así, la estrategia mediática de Trump ha logrado instalar la imagen de la bandera como símbolo de amenaza. El FBI incluso ha ofrecido recompensas por información sobre personas que la portaban durante actos de violencia. Las redes sociales conservadoras han amplificado cada fotografía como prueba de una “invasión cultural”, obviando que la mayoría de quienes la izan son ciudadanos estadounidenses. Como señala el académico Alexandro Gradilla, el problema no es la bandera, sino “la percepción de que estos ciudadanos son de segunda categoría”.
Los antecedentes históricos también pesan. California fue territorio mexicano hasta 1848 y hoy alberga a más de 10 millones de personas nacidas fuera del país. Pero esa historia rara vez entra en el debate político cuando el miedo es más rentable que la memoria. Trump lo sabe, y por eso cada imagen viral es una oportunidad más para reforzar su narrativa de “orden” frente al “caos”.
En el fondo, el debate sobre la bandera es un espejo de una disputa más amplia: ¿quién puede definirse como estadounidense y bajo qué condiciones? Mientras la derecha convierte el uso de símbolos extranjeros en sinónimo de subversión, la comunidad migrante insiste en que esos mismos símbolos son parte de su historia, su orgullo y su resistencia. Así, la bandera mexicana ondea no solo por México, sino por todas las identidades que no caben en el molde de una nación blanca, homogénea y amnésica.




