Si el colectivo LGBT+ fuera una boy band, las lesbianas serían la integrante talentosa que escribió las primeras canciones pero a la que le quitaron el micrófono cuando llegaron los reflectores. Durante años, la “L” ha estado ahí, en la sigla, encabezándola incluso, pero en la práctica mediática, política y cultural, muchas veces ha sido arrinconada, silenciada o absorbida por narrativas que priorizan a otros sujetos dentro del espectro de la diversidad.
Y no es exageración. Como decía Audre Lorde: “No ser escuchadas no es lo mismo que ser invisibles”. Las lesbianas no han estado ausentes, han sido sistemáticamente desplazadas. Desde los orígenes del activismo queer, su aporte ha sido crucial: estuvieron en Stonewall, fundaron colectivos, teorizaron el deseo entre mujeres, construyeron redes de apoyo cuando el VIH arrasaba… y sin embargo, sus historias rara vez encabezan los documentales del Orgullo.
La activista mexicana Yan María Yaoyólotl lo ha dicho con claridad: “Las lesbianas hemos sido colonizadas políticamente dentro del movimiento gay”. En América Latina, mientras el foco del discurso LGBT se centraba en el matrimonio igualitario o en la visibilidad de hombres gays, las demandas específicas de las lesbianas —como el reconocimiento de la violencia correctiva o la invisibilidad médica del sexo entre mujeres— eran relegadas.
El borrado lésbico no solo es mediático: también es institucional. Un ejemplo recurrente es cómo las políticas públicas con perspectiva LGBT suelen enfocarse en parejas del mismo sexo, sin distinguir las necesidades específicas de las lesbianas, como los obstáculos en la maternidad compartida, la violencia doméstica entre mujeres o la patologización de su sexualidad en sistemas de salud. Incluso en la cultura pop, el romance entre mujeres es más tolerado cuando se presenta como fantasía para consumo masculino (piénsese en la obsesión masculina con películas como “Blue Is the Warmest Color”) que cuando es un relato crudo, político y feminista.
Y aquí es donde entra el feminismo. Porque si algo duele, es que el borrado lésbico también ha venido desde sectores del propio feminismo. Muchas feministas históricas han sido lesbianas (Adrienne Rich, Monique Wittig, Marcela Lagarde), pero sus aportes fueron muchas veces desexualizados en la academia, como si el deseo entre mujeres fuera un estorbo ideológico. Rich lo llamó “el continuum lésbico”: una forma de conexión emocional y política entre mujeres que ha sido desplazada por el foco exclusivo en el binomio mujer-hombre como categoría de análisis.
Hoy, en plena era de etiquetas fluidas, la identidad lésbica vive una tensión incómoda: por un lado, jóvenes queer reivindican lo sáfico desde memes, TikToks y estéticas vaporwave; por otro, muchas mujeres lesbianas mayores denuncian que su identidad se ve diluida en el mar de lo queer, donde la palabra “lesbiana” incomoda por ser demasiado concreta, demasiado histórica, demasiado política.
Y no es que las lesbianas no estén hablando. Lo hacen desde proyectos editoriales autogestivos, cuentas en redes, espacios comunitarios y colectivos territoriales. Pero como advertía la filósofa Sara Ahmed: “Nombrar lo que se borra es un acto de desobediencia”. Reescribir la historia con L mayúscula implica escuchar esas voces incómodas, incómodamente lúcidas.
Porque sin lesbianas no hay historia LGBT completa. Solo un eslogan bonito sin sustancia.
Vía Tercera Vía




