Este sábado 14 de junio, mientras Donald Trump celebraba su cumpleaños número 79 al ritmo de tanques, helicópteros y desfiles al más puro estilo de película de acción retro, miles de personas en Estados Unidos y otros países decidieron no sumarse a la ovación. Prefirieron gritar desde las calles: “No Kings”. El mensaje no fue sutil. No se trataba solo de una molestia por el costo del espectáculo (45 millones de dólares, incluyendo el presupuesto para reparar las calles rotas por el paso de los tanques), sino de una denuncia explícita contra lo que consideran un giro autoritario en el gobierno del expresidente y ahora presidente reelecto.
Lo que en teoría debía ser una conmemoración del 250º aniversario del Ejército estadounidense, terminó convertido en una jornada de contrastes, disturbios, ausencias intencionales y símbolos que muchos percibieron como preocupantemente monárquicos. El desfile militar en Washington fue, para sus promotores, una forma de honrar a las tropas y repasar “las guerras de Estados Unidos” con vestuarios históricos y un despliegue logístico que ni el Super Bowl. Pero para los críticos, fue un performance militarista innecesario, oportunamente agendado en el cumpleaños del mandatario y sin espacio para la disidencia.
Y es que el propio Trump ya lo había dejado claro: quien proteste en Washington será recibido con una “fuerza muy grande”. Así que los organizadores de “No Kings”, una coalición que incluye a Indivisible, la ACLU y el movimiento 50501, optaron por la descentralización táctica: unas 2,000 protestas en los 50 estados y más allá (desde Alaska hasta Alemania), pero ninguna en la capital federal. El objetivo no era enfrentar tanques ni regalarle a Trump una imagen conveniente de “orden contra el caos”. “Queremos contraste, no conflicto”, resumió Leah Greenberg, cofundadora de Indivisible.
Ese contraste fue más que evidente. Mientras Trump observaba desde una tribuna blindada una caravana de vehículos militares —incluyendo más de 25 tanques Abrams, artillería autopropulsada y trajes de guerra de 1775—, miles de personas en Nueva York, Filadelfia, Atlanta, Los Ángeles y muchas otras ciudades llenaban calles, parques y puentes con mensajes que iban desde “Sin tronos ni coronas” hasta “Ni una corona para un payaso”. En Filadelfia, bajo una llovizna que no apagó los ánimos, los asistentes marcharon desde Love Park hasta el Museo de Arte coreando: “¿De quién son las calles? ¡Nuestras calles!”.
En Atlanta, la protesta alcanzó su aforo oficial y aún así miles más se unieron fuera del perímetro. En Chicago, algunas consignas se tornaron más confrontativas: banderas al revés, reclamos a la policía, y gritos como “¿A quién protegen? ¿A quién sirven?”. En Charlotte, Los Ángeles y Little Rock se vivieron manifestaciones simultáneas, muchas de ellas intergeneracionales, multiculturales y con un marcado aire de resistencia cívica. No se trató de una protesta coyuntural: fue una puesta en escena masiva de rechazo a una serie de políticas, símbolos y decisiones que los manifestantes consideran regresivas y peligrosas para la democracia.
Entre las preocupaciones expresadas: el despliegue de marines y Guardia Nacional en Los Ángeles ante manifestaciones pacíficas, las redadas migratorias que han provocado detenciones arbitrarias, los recortes en programas sociales y de salud, y la percepción de que el gobierno de Trump actúa cada vez más por decreto. Una enfermera de 61 años resumió el sentir general: “Siento que tenemos que defender nuestra democracia”.
Mientras tanto, desde la tribuna del desfile, Trump respondió con su clásico tono autosuficiente. Afirmó que no se sentía como un rey porque “tiene que pasar por un infierno para aprobar cosas” y defendió el desfile como un acto de justicia histórica: “Otros países celebran sus victorias; ya era hora de que lo hiciera Estados Unidos también”. No faltaron las loas al Ejército como la “fuerza más temible que ha caminado sobre la faz de la Tierra” ni los fuegos artificiales para cerrar una jornada que, en lugar de unidad nacional, dejó la sensación de dos países enfrentados en su forma de entender el poder.
Por si el simbolismo del día no fuera suficiente, el ambiente se tiñó de tragedia cuando, casi en paralelo al desfile, se conoció el asesinato de una congresista demócrata en Minnesota a manos de un sujeto armado que portaba una lista con decenas de objetivos políticos. El hecho elevó la tensión ya existente y reforzó, para muchos, la idea de que los discursos autoritarios no solo polarizan, sino que también encienden mechas.
En definitiva, el “No Kings Day” no fue solo una protesta. Fue una contrafiesta, una coreografía de miles de voces diciendo que los tanques no impresionan cuando las instituciones tiemblan. Mientras la Administración de Trump intenta presentarse como garante del orden, un país entero parece recordarle que la historia estadounidense —como bien sabrán en Filadelfia— no se fundó para rendirle pleitesía a nadie.
