A tres semanas de los comicios judiciales, el Instituto Nacional Electoral (INE) cerró su participación con una decisión que reconfigura parcialmente el tablero: 46 personas electas para cargos en el Poder Judicial fueron declaradas inelegibles. ¿La causa? No haber cumplido con el promedio mínimo de 8 en la licenciatura en Derecho o de 9 en materias relacionadas con la especialidad, como exige la Constitución tras la reforma judicial. La determinación, tomada con una votación dividida (seis votos a favor, cinco en contra), revela fisuras tanto técnicas como políticas en un proceso inédito.
Según las cifras finales, de los 847 ganadores originales, 45 fueron descalificados por razones académicas y uno más –Héctor Ulises Orduña Hernández– por estar en prisión preventiva. Las vacantes se reparten entre 24 magistraturas de circuito y 22 juzgados de distrito. Aunque representan apenas el 1% del total de cargos, su descalificación destapó deficiencias profundas: los comités de evaluación, responsables de filtrar perfiles antes de entregarlos al INE, no hicieron su tarea completa. Así lo denunció la consejera Dania Ravel, quien además subrayó que varios expedientes llegaron incompletos y sin anexos, minutos antes de las sesiones clave.
El proceso fue largo y accidentado. La sesión del 15 de junio, convocada para validar los resultados, tuvo que ser suspendida tras descubrirse que muchas candidaturas no cumplían con el promedio requerido. En algunos casos, desde la Dirección Jurídica del INE se propuso redondear calificaciones (de 7.9 a 8), práctica usual en entornos académicos pero inadmisible para un órgano electoral. La discusión técnica devino política: mientras algunos consejeros, como Uuc-Kib Espadas, defendían el criterio de flexibilidad, otros lo consideraron una violación directa al marco constitucional.
El episodio también revivió tensiones internas por el uso de “acordeones” durante la jornada electoral, es decir, listas de nombres entregadas a votantes para inducir el voto. Para algunos, una evidencia de manipulación; para otros, una práctica común incluso en democracias consolidadas. Espadas, en un gesto más performativo que técnico, desinfló un elefante inflable durante la sesión aludiendo a “ese elefante en la sala” al que se ha culpado de fraude. El intercambio no hizo más que evidenciar el desgaste del Consejo General.
Más allá del espectáculo, lo que queda es incertidumbre jurídica. Las constancias de mayoría aún deben entregarse y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) será el árbitro final sobre la validez del proceso. Pero las implicaciones ya son visibles: la falta de validación puede volver impugnables las decisiones judiciales de quienes ya están en funciones o fueron electos sin cumplir requisitos. El INE incumplió su propio calendario y abrió con ello una grieta institucional que, más allá de los promedios, compromete la legitimidad de la reforma judicial y su promesa de profesionalización.
Porque cuando una elección tan compleja termina en abrazos entre consejeros mientras se invalidan 46 triunfos, el problema no es solo académico: es político, estructural y de confianza pública. ¿Puede una democracia sostener su equilibrio judicial sobre expedientes mal revisados, redondeos arbitrarios y papeletas con acordeón? El TEPJF tiene ahora la palabra. Y el reto.




