No es un capítulo de “24” ni un guion de “House of Cards”, pero la política estadounidense de junio de 2025 ha tomado un giro digno de los thrillers más tensos. El expresidente y actual mandatario Donald Trump amenaza con invocar la Ley de Insurrección de 1807, una herramienta legal que, pese a su antigüedad, tiene el potencial de transformar una protesta civil en un campo de operaciones militares. El motivo: las movilizaciones en Los Ángeles contra las redadas migratorias impulsadas por su administración.
Las declaraciones de Trump desde el Despacho Oval no dejan espacio para la ambigüedad: “Si hay una insurrección, sin duda la invocaría”, dijo, refiriéndose a las protestas en California. A ojos del presidente, algunos sectores de la ciudad vivieron “situaciones que podrían haber sido insurrecciones” y, de no haber actuado, “Los Ángeles estaría ardiendo”. Pero, ¿qué tan justificada —y legal— es esta afirmación?
¿Qué dice la Ley de Insurrección?
Promulgada en 1807, la Ley de Insurrección permite al presidente de EE.UU. usar a las Fuerzas Armadas dentro del país para hacer cumplir la ley, reprimir rebeliones o “repeler invasiones”. Ha sido utilizada en momentos de crisis extrema: desde el combate al Ku Klux Klan en el siglo XIX hasta los disturbios de 1992 en Los Ángeles por el caso Rodney King. Pero incluso en esos escenarios, su uso fue coordinado entre autoridades estatales y federales.
La situación actual dista de ese modelo. Trump ha movilizado 4,000 efectivos de la Guardia Nacional y 700 marines sin el consentimiento del gobernador de California, Gavin Newsom. Es la primera vez desde 1965 que un presidente toma el control de la Guardia Nacional de un estado en contra de la voluntad del gobernador, lo que ha generado una batalla legal en paralelo: el estado ha presentado una demanda por “extralimitación ilegal” del poder federal.
De milicia estatal a brazo presidencial: tensiones de mando
La Guardia Nacional, aunque históricamente vinculada a los estados, ha sido federalizada en múltiples ocasiones. Pero su naturaleza sigue siendo ambigua. Según Adam Kinzinger, exrepresentante y oficial de la Guardia Nacional Aérea, “¿cómo puede la Guardia Nacional ser una milicia si el presidente, en contra de la voluntad del gobernador, puede activarla contra su propio estado?”
El secretario de Defensa, Pete Hegseth, justificó la medida citando los tres criterios que establece la ley para su invocación: invasión, rebelión y la imposibilidad de aplicar la ley por medios civiles. “Me suena a las tres”, afirmó durante su comparecencia en el Congreso, en una lectura claramente expansiva del alcance legal.
Pero más allá del texto, está la interpretación. Y Trump parece cómodo adjudicándose la autoridad para definir qué constituye una insurrección. En su plataforma Truth Social, calificó a los manifestantes como “insurrectos pagados”, retomando incluso sin pruebas las declaraciones de su secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, quien aseguró que los alborotadores “reciben dinero”.
¿Insurrección… o simple desacuerdo político?
La perspectiva de Trump contrasta con la de numerosos analistas, funcionarios y organizaciones civiles. Según reportes de CNN, DW y La Opinión, las protestas han sido mayoritariamente pacíficas, con incidentes esporádicos. La propia Elizabeth Goitein, del Brennan Center for Justice, advirtió que el uso de las fuerzas armadas sin mencionar específicamente a Los Ángeles abre la puerta a un despliegue nacional que “podría incluir zonas donde ni siquiera ha habido protestas”. Esto, subraya, contradice el principio histórico estadounidense de separar las funciones militares de las policiales.
Además, la Ley Posse Comitatus —una norma de 1878— prohíbe el uso de militares en tareas civiles sin una excepción clara como la Ley de Insurrección. Esta tensión normativa, sumada a la falta de definición sobre qué constituye legalmente una “insurrección”, pone en duda la legitimidad del proceder presidencial.
Kori Schake, del American Enterprise Institute, lo resume así: “El estándar para invocar la Ley de Insurrección ha sido históricamente muy estricto, y sería una señal ominosa que la administración Trump la usara en estas circunstancias”.
Precedente o pretexto
Trump no es el primer presidente en recurrir a la militarización de escenarios de conflicto interno, pero la diferencia radica en la unilateralidad de su actuación y la motivación detrás del uso de la fuerza. En 2020, ante las protestas por el asesinato de George Floyd, su propio secretario de Defensa, Mark Esper, advirtió que el uso del ejército debía ser el último recurso. Ahora, Trump parece considerar esa opción como la primera carta bajo la manga.
Desde el Congreso, algunos aliados del presidente —como el republicano Zach Nunn— han justificado el despliegue militar al asegurar que “tenemos policías que se desangran en las calles”. Pero ni los informes oficiales ni las coberturas periodísticas reportan un escenario de violencia generalizada que justifique esa afirmación.
¿Qué está en juego?
El uso de la Ley de Insurrección en un contexto de protestas por derechos civiles y migratorios no solo reaviva las alarmas sobre la expansión del poder presidencial, sino también sobre la criminalización del disenso. Si manifestarse contra las redadas migratorias es interpretado como una rebelión, cualquier movilización futura podría correr el riesgo de ser sofocada bajo la misma lógica.
El gobernador Newsom lo resumió de forma contundente: “Esto es antiestadounidense”. Y si bien Trump aún no ha invocado formalmente la Ley de Insurrección, su lenguaje, despliegues y amenazas ya la están usando como un instrumento de presión política.
La gran interrogante es si esta maniobra responde a una situación realmente incontrolable o a la estrategia de un presidente que ha hecho del poder sin cortapisas su sello personal. La respuesta a esa pregunta definirá no solo el presente de Los Ángeles, sino quizás el futuro de la democracia estadounidense.




