En 2023, Red, White & Royal Blue se convirtió en uno de los estrenos más comentados del streaming queer. La historia de amor entre el hijo de la presidenta de Estados Unidos y un príncipe británico le habló al algoritmo con acento perfecto: dos hombres uno blanco y otro racializado (sí) pero ambos con una belleza hegemónica evidente, con un tono de comedia romántica y cero sobresaltos ideológicos. Fue un éxito, claro. En su semana de estreno, lideró el Top 10 global de Amazon Prime y generó millones de visualizaciones en TikTok bajo el hashtag #RWRB.
Pero mientras Alex y Henry se besaban en planos perfectamente iluminados, otras historias LGBT+ seguían en el rincón oscuro del algoritmo, luchando por existir sin pedir permiso ni filtrar sus bordes. Porque hay una pregunta que pocas plataformas quieren responder: ¿quién decide qué es una “buena” historia queer?
Lo queer que sí se puede vender
El éxito de títulos como “Heartstopper”, “Love, Simon” y “Young Royals” no es casualidad. Son productos cuidadosamente curados para ser tiernos, no conflictivos, dulces pero no subversivos. Historias coming-of-age con un tono positivo, protagonizadas por adolescentes (o casi) que exploran el amor gay de forma amable y visualmente amigable.
Alice Oseman, creadora de Heartstopper, lo ha dicho abiertamente: quería una historia feliz para jóvenes LGBT+ que no girara en torno al trauma. Y lo logró. La serie no solo fue renovada para varias temporadas y una película, también catapultó a Netflix a un nuevo nicho de audiencia queer juvenil.
El problema no es que existan historias felices. El problema es que son las únicas que reciben presupuesto, promoción y trending topics. Mientras tanto, historias complejas, dolorosas, provocadoras o incluso políticas, quedan fuera del escaparate. Y con eso, fuera del discurso.
Lo queer que incomoda (y por eso se esconde)
Obras como Veneno (Javier Calvo y Javier Ambrossi), Thelma (Joachim Trier), Portrait of a Lady on Fire (Céline Sciamma) o Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell) no encajan en la plantilla de la diversidad con filtro Instagram. Estas narrativas no piden permiso para existir. Son frontales, cargadas de tensión, y muchas veces hablan desde cuerpos que el mainstream sigue viendo como marginales: personas trans, no binarias, lesbianas mayores de 30, queer racializades o sujetes marcades por la violencia estructural.
Veneno, por ejemplo, fue aclamada por la crítica y se convirtió en un hito de la televisión española. Pero fuera del circuito festivalero y el boca a boca en redes, tuvo una circulación limitada en muchas regiones. No entró en las listas de “lo más visto” y fue relegada a catálogos que no sabían cómo etiquetarla. El algoritmo, de nuevo, eligiendo el closet.
El algoritmo ama el amor, pero no el contexto
La industria audiovisual y editorial ha aprendido a monetizar la representación. Pero esa representación tiene condiciones: cuerpos normativos, idiomas hegemónicos, conflictos familiares light y finales felices con arcoíris y playlist en Spotify. Cuando una historia queer introduce elementos como la pobreza, el racismo, la enfermedad, el exilio o la disidencia de género fuera del binario, la respuesta es tibia o inexistente.
El escritor y crítico Garth Greenwell, en entrevista para The Atlantic, advirtió que el auge de historias LGBT+ “aceptables” puede terminar creando un nuevo canon de respetabilidad queer que margina todo lo que no sea deseable para el mercado. Lo queer, si se quiere vender, debe ser lindo, joven y rentable.
¿Representación o decoración?
No es casualidad que muchas de estas historias populares parezcan hechas con plantilla. Hay una estética del orgullo apta para todo público: chicos con chaquetas de mezclilla, bailes escolares, miedo al rechazo que se resuelve con abrazos. Todo dentro del marco de lo digerible.
Pero hay otras formas de narrar lo queer. Formas que incomodan, que duelen, que no terminan bien. Y esas también son necesarias. No para amargar el arcoíris, sino para que la diversidad no sea solo un eslogan sino una práctica narrativa real.
Celebrar las historias felices es importante. Pero cuestionar por qué solo esas llegan al top de Netflix o al estante principal de la librería también lo es. Porque si la representación solo existe en tanto no moleste, no cuestione, no incomode, entonces seguimos en el closet, pero con mejor iluminación.
Las buenas historias queer no se miden por cuánto venden, sino por cuánto abren. Y si de verdad queremos narrativas diversas, el arcoíris no puede tener solo dos colores.