En un episodio de The Office, Oscar Martínez —uno de los pocos personajes abiertamente gays en una comedia mainstream de los 2000— enfrenta una situación laboral incómoda cuando su jefe revela su orientación sexual sin su consentimiento. Aunque la serie lo aborda con humor, el trasfondo es claro: salir del clóset en el trabajo no siempre es una elección, y cuando lo es, puede tener consecuencias que van del chisme a la discriminación abierta. Casi dos décadas después, en México, miles de personas LGBT+ siguen enfrentando ese dilema: visibilidad o estabilidad.
En pleno 2025, y a pesar de los avances legislativos, la discriminación laboral por orientación sexual e identidad de género sigue siendo una constante en México. Un informe reciente de Copred revela que más del 70% de las personas LGBT+ ha vivido al menos un acto discriminatorio en el ámbito laboral, que puede ir desde comentarios “de broma” hasta despidos injustificados o bloqueos en ascensos.
El problema no es solo legal: es cultural. Aunque en 2003 se reformó la Ley Federal del Trabajo para prohibir expresamente la discriminación por motivos de preferencia sexual, y aunque algunas empresas grandes presumen protocolos de inclusión, en la práctica muchas personas LGBT+ optan por no visibilizarse por miedo a perder oportunidades o ser relegadas del equipo.
Esto se agrava para quienes son trans o no binaries. Según datos de la organización Yaaj México, el 90% de las personas trans tiene empleos informales o enfrenta obstáculos sistemáticos para acceder al mercado laboral formal. La falta de documentos oficiales con nombre y género reconocidos, la transfobia institucional y el estigma social operan como filtros excluyentes desde el currículum.
En la vida cotidiana de oficinas, coworkings, restaurantes y fábricas, las señales de exclusión no siempre son explícitas. A veces se manifiestan en la forma en que un jefe evita decir el nombre de la pareja de un empleado, o cómo se insiste en “normalizar” a quien no se alinea a las expresiones de género esperadas. Ese ambiente de hostilidad velada provoca que muchas personas LGBT+ desarrollen lo que se ha llamado “doble jornada emocional”: una dedicada al trabajo y otra a gestionar el silencio y el miedo.
Mientras tanto, las políticas de inclusión se acumulan en los manuales internos, pero no siempre llegan al piso laboral. La distinción entre tener una política y tener una cultura inclusiva es fundamental: no basta con capacitar en diversidad una vez al año si el entorno sigue premiando la homogeneidad y penalizando la diferencia.
En contraste, algunas empresas —principalmente trasnacionales o del sector tecnológico— han comenzado a implementar prácticas más proactivas: uso libre del nombre social en correo electrónico y gafetes, baños neutros, protocolos para cambios de nombre y género, y espacios seguros para que empleados LGBT+ puedan expresar sus preocupaciones. Sin embargo, estas experiencias siguen siendo minoritarias frente a la generalidad del panorama nacional.
Para activistas y especialistas, el Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia no es solo un recordatorio simbólico, sino una oportunidad para que el mundo del trabajo enfrente sus propias violencias normalizadas. Salir del clóset en la oficina no debería ser un acto de valentía, sino una no-noticia.
Como diría Oscar en ese viejo episodio de The Office: “Sí, soy gay. ¿Y qué?” En una sociedad verdaderamente inclusiva, nadie debería temer decirlo.




