Teatralización | Bajo presión por Edilberto Aldán - LJA Aguascalientes
13/07/2025

En el periodo extraordinario, del 23 de junio al 2 de julio, los legisladores de la llamada Cuarta Transformación buscan aprobar 20 reformas en el Senado y la Cámara de Diputados, así como cinco iniciativas que enviará la presidenta Claudia Sheinbaum, algunas de estas reformas ya están planchadas por referirse a asuntos que ya han sido suficientemente discutidas, otras como la Ley de Telecomunicaciones, Ley General en Materia de Desaparición Forzada, la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, o la Ley General de Desarrollo Social (que transfiere las funciones del Coneval al INEGI) merecerían un debate a profundidad, con argumentos sólidos, no el lamentable espectáculo de gritos y sombrerazos a los que ya nos acostumbraron diputados y senadores, tanto oficialistas como de oposición.

Durante diez días se discutirán iniciativas que que no han sido dictaminadas o que aún no llegan porque la presidenta Claudia Sheinbaum no las he remitido, se dejaron de lado otras y no importa, desde que se cambió el tono del debate en el Poder Legislativo y se debate para obtener likes en redes sociales pasó a segundo plano la deliberación necesarias sobre cualquier asunto que se trate en la Cámara de Diputados o en el Senado.

En teoría, el Poder Legislativo debería ser el espacio donde convergen las voces plurales de una sociedad, donde las diferencias se tramitan a través de la argumentación, donde se construyen acuerdos que trascienden coyunturas y donde se colocan límites al poder. Hoy, lejos de ser un contrapeso o un catalizador de soluciones, el Congreso se ha vuelto un escenario de representación vacía, donde lo importante no es el contenido, sino el posicionamiento político que se exhibe ante las cámaras. Cada intervención es medida por su potencial viral, no por su solidez argumentativa.

De un lado, una oposición que ha confundido su papel de fiscalización con la simple negación automática: todo lo que provenga del oficialismo es rechazado sin matices, incluso cuando se trate de temas que antes defendían o propuestas que podrían robustecer las instituciones democráticas si se les introdujeran los contrapesos adecuados. Del otro, una mayoría oficialista que ya no siente la necesidad de convencer ni de debatir, porque cuenta con los votos suficientes y ha asumido como mandato una lealtad incuestionable al proyecto de la Cuarta Transformación, aunque ese proyecto haya ido perdiendo nitidez en sus principios y dirección, porque ahora se responde a Claudia Sheinbaum y no a Andrés Manuel López Obrador, porque ahora la lealtad va con la corriente que les asegure que se mantendrán en el poder.

Lo que debería ser un periodo extraordinario por la densidad y la trascendencia de las reformas, se convierte en una coreografía ya ensayada, donde cada actor sabe cuál es su papel: gritar, acusar, defender, victimizarse o proclamarse héroe de la transformación. Poco importa si se legisla sobre seguridad pública, desapariciones forzadas o telecomunicaciones: el guion es el mismo, el desenlace también.

El riesgo de esta dinámica es profundo. No sólo se erosiona la calidad legislativa, con leyes aprobadas al vapor, sin estudios de impacto ni discusión técnica, sino que se mina aún más la confianza ciudadana en las instituciones. ¿Cómo pedirle a la población que respete normas que ni siquiera han sido discutidas con seriedad? ¿Cómo hablar de un Congreso que representa al pueblo cuando parece más interesado en representarse a sí mismo?

Más grave aún: esta teatralización de la política inhibe la posibilidad de construir reformas de Estado. La discusión pública se trivializa, los temas se reducen a consignas, y se instala la idea de que gobernar es ganar el micrófono, no dar resultados. Una democracia sin deliberación no es democracia, es un simulacro.

Y mientras tanto, problemas estructurales siguen sin atención: el rediseño del sistema de justicia, la regulación de la inteligencia artificial, la reforma fiscal que México necesita desde hace décadas, el fortalecimiento real del federalismo. Ninguno de esos temas es trending topic, ninguno da votos inmediatos, todos requieren pensar, ceder, construir.

En  un reporte reciente de Integralia sobre la elección judicial, la consultora destaca cinco hallazgos: 1. Baja participación. Alta inducción. 2. Participación heterogénea (la más alta en Coahuila 24.3%, la más baja en Guanajuato con 6.7%). 3. Récord de votos nulos (más de 450 millones de votos). 4. Inducción diferenciada de voto por entidad. 5. Mayor voto entre personas de baja escolaridad. Y dos riesgos: 1. Degradación de los estándares de integridad electoral. Riesgo de una reforma electoral.


Ya se sabe que esa elección judicial fue validada por una mínima diferencia, 6 de los 5 consejeros del INE votaron a favor; en los medios se discuten las cualidades personales, la valentía, integridad, congruencia de los consejeros que votaron en contra, de nuevo, volteamos hacia las personas y no hacia los argumentos, por esta teatralización de la comparecencia pública se deja de lado atender las ideas. El fondo ha sido sustituido por el gesto. Lo que debería preocuparnos -la calidad del debate, la profundidad de las reformas, las consecuencias institucionales de cada decisión- queda sepultado bajo una capa de simbolismos huecos, posturas para la tribuna y fidelidades mal entendidas.

El reporte de Integralia sobre la elección judicial no sólo revela prácticas preocupantes sino que exhibe una tendencia más amplia y peligrosa: la degradación progresiva de la deliberación pública. Cuando se banaliza la discusión, cuando las decisiones trascendentales se reducen a dinámicas de popularidad, cuando se legisla o se vota por consigna, se abren las puertas a un deterioro institucional que no se corrige con voluntad política ni se remedia con reformas cosméticas.

Que la validación de esa elección haya dependido de una mayoría mínima en el INE, y que el centro de la conversación haya girado en torno a las virtudes o defectos personales de los consejeros, en lugar de enfocarse en los argumentos técnicos, éticos y jurídicos que deberían sustentar cualquier decisión pública, es otra muestra de este mal endémico: personalizamos todo, discutimos poco, razonamos menos.

La renuncia a pensar en colectivo es peligrosa. La política no puede seguir funcionando como una máquina de generar lealtades ni como un concurso de popularidad entre caudillos, porque el costo de no discutir, de no escuchar, de no construir, es demasiado alto.

No necesitamos héroes ni mártires parlamentarios, necesitamos legisladores que argumenten. No necesitamos lealtades incondicionales, sino ideas con condiciones. No necesitamos más espectáculo: necesitamos política, política de verdad. La que se hace con la cabeza, con argumentos, con responsabilidad. Esa que hoy, lamentablemente, parece haber sido expulsada del Poder Legislativo.

Coda. Pensar se volvió un lujo, ceder una traición, y construir una pérdida de tiempo. En ese contexto, el Congreso no legisla: escenifica. Y el país, una vez más, se queda esperando.

@aldan


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