Cuando Donald Trump anunció —con tipografía en mayúsculas y tono triunfalista en Truth Social— que había logrado un “alto el fuego completo y total” entre Irán e Israel, quiso presentarlo como una victoria personal. Un acuerdo que, según sus palabras, sería gradual, controlado y definitivo. Pero apenas unas horas después, su proclamada hazaña diplomática fue hecha trizas por una realidad que no se alineó con sus redes sociales.
Trump, visiblemente molesto, no tardó en explotar públicamente: “Básicamente tenemos a dos países que han estado peleando tanto tiempo tan fuerte que no tienen puta idea de lo que están haciendo”. Lo dijo desde los jardines de la Casa Blanca antes de abordar el Air Force One hacia la cumbre de la OTAN, mostrando un enojo que no se disimuló ni ante periodistas ni en sus publicaciones posteriores.
Y no era para menos. A ojos del presidente estadounidense, su intento de imponer orden fue saboteado casi de inmediato. Apenas él había anunciado el acuerdo, Israel lanzó una serie de ataques sobre objetivos iraníes, alegando que Irán había violado primero el pacto al lanzar misiles una hora después del inicio del alto el fuego. Desde Irán, sin embargo, se negó tajantemente que se hubiese disparado algo tras la hora pactada, sugiriendo que la tregua fue “impuesta” y no negociada.
Más que una operación militar, para Trump esto fue una cuestión de respeto. Y ese respeto no llegó. “No estoy muy contento con Israel. Estoy muy descontento, aunque tampoco estoy contento con Irán”, dijo con frustración. En sus redes fue incluso más directo: “Israel, no tires esas bombas. Si lo haces, es una gran violación. ¡Regresa a tus pilotos a casa ahora!”. Su molestia no se centraba sólo en los ataques, sino en que se atrevieran a ignorar su voluntad como mediador.
Según medios como Axios y BBC Persian, Trump incluso telefoneó directamente a Netanyahu para exigir la cancelación de los bombardeos. El primer ministro israelí, según filtraciones, se negó a detenerlos por completo, aunque sí aceptó reducir su intensidad. Israel alegó que su bombardeo a un radar en Teherán fue una respuesta medida a provocaciones iraníes.
Pero en esta danza de retaliaciones, Trump no toleró que el fuego siguiera ardiendo después de su orden. “Ellos (Irán) lo violaron, pero Israel lo violó también”, reclamó. Y si hay algo que Trump no perdona, es que se desobedezca un acuerdo que lleva su firma, aunque sea solo digital.
El clímax de su enojo vino cuando se enteró de que Israel había “descargado más bombas que nunca” apenas terminado el acuerdo. Lo consideró un acto de deslealtad que ponía en duda su liderazgo. “Necesitan calmarse ya”, exigió a gritos desde Washington. A esa hora, al otro lado del mundo, Irán lloraba a sus muertos y negaba cualquier nuevo ataque, mientras Israel celebraba haber eliminado a científicos clave en una ofensiva que consideró defensiva.
Pese al caos, Trump se mantuvo en su narrativa: el alto el fuego “está en vigor”, insistió, aunque los misiles siguieran volando. Para él, la guerra debía detenerse porque él lo había dicho. Y si no lo hacían, no era un fracaso estratégico, sino una falta de respeto personal.
Al final, la tregua quedó herida, sostenida con hilos retóricos más que con compromisos verificables. Trump, que intentó colocarse como garante de paz, terminó siendo un espectador furioso ante el fracaso de su propia autoridad. El cese al fuego, más que un pacto entre enemigos, fue un reflejo de cómo los liderazgos carismáticos pueden chocar con la crudeza de la guerra real.




