Cuando las redadas migratorias empiezan a vaciar los campos, los hoteles y los restaurantes, hasta Donald Trump puede cambiar de guion. Y no por humanidad, sino porque el caos económico acecha en forma de fresas sin cosechar, sábanas sin cambiar y cocinas sin cocineros.
En una jugada inesperada —pero estratégicamente conveniente— el expresidente estadounidense detuvo las redadas del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) en sectores esenciales como la agricultura, la hostelería y la restauración. Esta “pausa” migratoria no surgió de una repentina epifanía moral, sino de una llamada de alerta: Brooke Rollins, Secretaria de Agricultura, le explicó que las operaciones estaban provocando pánico entre los trabajadores indocumentados y paralizando industrias cruciales para la economía.
The New York Times detalló que fue esa llamada, tres días antes del anuncio, la que finalmente convenció a Trump. A la mañana siguiente, el republicano publicó en Truth Social un mensaje inusualmente conciliador: “Los inmigrantes en los sectores agrícola y hotelero son muy buenos trabajadores con muchos años de experiencia. Se avecinan cambios”.
El mensaje, aunque disfrazado de pragmatismo, tenía un claro trasfondo político. Las protestas que se extendieron tras las redadas en Los Ángeles y otras ciudades amenazaban con erosionar el respaldo de sectores productivos que históricamente han apoyado al partido republicano. No es menor el dato: más del 40% de los trabajadores agrícolas en EEUU no tienen estatus legal, según el Departamento de Agricultura. Su desaparición súbita de los campos californianos provocó, literalmente, estantes vacíos en los supermercados y la alerta pública de alcaldes como Karen Bass.
El ICE con la mira desajustada
La ofensiva del gobierno buscaba alcanzar una meta ambiciosa: 3,000 detenciones diarias, una cifra exigida por Stephen Miller, asesor clave de Trump. Pero lograrlo implicaba ampliar el blanco: ya no solo se trataba de detener inmigrantes con antecedentes penales, sino de irrumpir directamente en centros de trabajo para llenar la cuota.
La consecuencia fue inmediata. Empresas pequeñas —como restaurantes, techadoras y procesadoras de carne— fueron objeto de redadas. En Omaha, Nebraska, una incursión en un matadero terminó con 80 detenidos. La presión también alcanzó a industrias más grandes, como la construcción, aunque hasta ahora solo ha habido intervenciones esporádicas. Según NBC News, los sectores más golpeados son precisamente aquellos que Trump decidió luego proteger, tras las quejas de empresarios.
La suspensión no fue bien recibida en todos los rincones del gobierno. Asesores como Miller y donantes alineados con organizaciones antiinmigrantes vieron con molestia el cambio de estrategia. Ira Mehlman, portavoz de la Federation for American Immigration Reform, sostuvo que “no hay una enorme franja del país que se moleste si revientan a estas empresas” por contratar indocumentados. Para él, los empleadores deben ser castigados si contratan sin papeles. Pero incluso entre los más conservadores, el pánico a una recesión productiva forzó a repensar la ejecución de las deportaciones masivas.
¿Y ahora quién cocina?
El argumento económico fue más potente que cualquier eslogan de campaña. En palabras del propio Trump, la política migratoria estaba “quitando trabajadores muy buenos con los que llevan mucho tiempo” a sectores que, además, son extremadamente difíciles de abastecer por otras vías.
El correo interno obtenido por The New York Times confirmó que ICE suspendió operaciones en restaurantes, hoteles, granjas, acuicultura y plantas empacadoras de carne. Aunque esta medida no se extendió oficialmente a la industria de la construcción, asociaciones como la Associated General Contractors of America señalaron que ya están preparando a sus miembros ante un posible recrudecimiento. “Entre el aumento de la mano de obra y el de los costos de los materiales, está poniendo a los urbanizadores fuera de juego”, advirtió su vocero Brian Turmail.
No obstante, las redadas no se han detenido del todo. Organizaciones defensoras de derechos humanos reportaron operativos en los campos agrícolas de Oxnard incluso después de la supuesta pausa. Lo que indica que, más que una política uniforme, la directriz podría depender de la voluntad local de los agentes.
Una pausa, no una tregua
El giro discursivo de Trump —pasando de llamar “criminales” a los indocumentados a reconocerlos como “buenos trabajadores”— no implica una reconsideración estructural de su política. Su promesa de campaña sigue vigente: un millón de deportaciones por año. Pero el costo político de lograrlo empieza a inquietar incluso a sus aliados. El congresista Tony Gonzalez, republicano por Texas, pidió centrar los esfuerzos en criminales convictos, no en trabajadores agrícolas.
Como recuerda El País, esta es una guerra en la que la retórica populista empieza a chocar con los anaqueles vacíos y los hoteles sin personal. La lógica electoral de atacar al inmigrante se topa con la realidad de que alguien tiene que recoger la fresa, cocinar la hamburguesa y limpiar la habitación.
Y así, por ahora, la deportación en masa queda en suspenso… al menos mientras los huevos rancheros sigan saliendo a tiempo en el desayuno del hotel.




