Claudia Sheinbaum ha decidido retomar la ofensiva contra el Instituto Nacional Electoral (INE), justo donde la dejó su antecesor. Esta vez, el punto de ruptura fue la elección judicial del 1 de junio. Tras el pronunciamiento del INE sobre votos que presuntamente no debieron incorporarse al resultado final —decisión que, según la presidenta, compete únicamente al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF)— Sheinbaum acusó al instituto de “extralimitarse” y anunció una reforma electoral que, aunque aún sin fecha, ya apunta hacia un rediseño institucional con profundas implicaciones.
En sus conferencias matutinas, la presidenta ha sostenido que “algunos consejeros del INE actúan con sesgo político” y que su criterio responde más a una agenda opositora que al mandato democrático. Bajo ese argumento, presentó tres pilares de su eventual reforma: reducir el gasto público en elecciones, eliminar las candidaturas plurinominales y revisar el modelo de representación proporcional. No obstante, ha insistido en que el INE continuará como un organismo autónomo, y que su intención no es replicar el intento fallido de Andrés Manuel López Obrador de desaparecerlo.
Pero los gestos dicen más que las aclaraciones. Asegurar que el INE se mantendrá autónomo mientras se le acusan públicamente de actuar con consigna, se le amenaza con reducir recursos y se sugiere rediseñar su estructura, es como prometerle a alguien libertad… después de cerrarle todas las puertas.
La propuesta —según Sheinbaum— buscará sustituir las listas plurinominales por un modelo de “primera minoría”, como el que ya opera en el Senado: quien quede en segundo lugar también obtiene representación, siempre y cuando “salga al territorio a hacer campaña”. La crítica implícita es clara: los plurinominales, en su mayoría, llegan por acomodo de partido y no por méritos ciudadanos. A simple vista, la idea suena atractiva para una democracia más representativa, pero su implementación podría traducirse en una mayoría aún más sólida para el partido gobernante, reduciendo la presencia de voces críticas en el Congreso.
En paralelo, Sheinbaum argumenta que su reforma es parte de los “100 puntos de gobierno”, enfocada en la austeridad. Señala que la elección judicial costó 8 mil millones de pesos y que el INE gasta demasiado. Lo paradójico es que, mientras se acusa al órgano electoral de desperdiciar recursos, el mismo Ejecutivo organiza conferencias diarias con producción, staff y hasta pasteles de cumpleaños, como ocurrió el 19 de junio con motivo de los 63 años de la presidenta.
El PRI, por su parte, no tardó en encender las alarmas. Alejandro Moreno, líder del tricolor, comparó la iniciativa con las leyes del régimen nazi de 1933, que concentraron el poder judicial en manos del partido dominante. Aunque el paralelismo resulta exagerado y cargado de oportunismo político, sirve para ilustrar el clima de desconfianza que envuelve cualquier intento de “reformar” a los órganos autónomos desde el poder.
Los medios han recogido también el intento de Sheinbaum por marcar distancia con la reforma de AMLO. A diferencia de aquella que proponía una transformación total del INE —incluyendo cambiar su nombre, reducir consejeros y someterlos a elección popular—, la presidenta asegura que su iniciativa será “más técnica, menos rupturista” y sin intención de eliminar la autonomía del instituto. Sin embargo, el mensaje político no cambia: lo que molesta no es el gasto, ni el número de consejeros, sino la posibilidad de que el INE cuestione los resultados cuando no conviene.
En resumen, lo que busca esta reforma no es sólo “racionalizar” recursos o democratizar la representación legislativa. Su corazón político parece latir al ritmo de una urgencia mayor: tener un árbitro electoral que no se rebele, que no contradiga al proyecto de la Cuarta Transformación y que, llegado el momento, sepa quedarse callado cuando lo importante no es la democracia, sino la continuidad.




