En una escena que parece ya demasiado conocida en el historial de la Iglesia católica mexicana, otro sacerdote de los Legionarios de Cristo ha sido vinculado a proceso por abuso sexual infantil. Se trata de Antonio María Cabrera, de 68 años, exdirector de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac, detenido el 13 de junio en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, gracias a una acción conjunta entre la Fiscalía del Estado de México, la Fiscalía capitalina e Interpol México.
El Ministerio Público lo acusa de tres hechos distintos de violación contra el mismo menor de edad, ocurridos entre 2004 y 2011 en un inmueble en Naucalpan. La víctima, identificada como PZF, denunció los abusos en diciembre de 2024, detallando un primer ataque cuando tenía siete años, seguido de otro con amenazas en 2007, y uno más en 2011, ya con quince años. Según los reportes oficiales, Cabrera permanecerá en prisión preventiva durante la investigación complementaria, la cual concluirá el 17 de septiembre.
Pero más allá de los detalles judiciales, lo que reaviva el escándalo es el perfil del imputado: un sacerdote de alto rango académico, con amplia trayectoria en bioética y ética médica, y con vínculos personales con Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. Cabrera aparece en fotografías compartiendo mesa con Maciel, su pareja, su hija y Marcelino de Andrés, el exsecretario del fundador y hoy acusado de abusar de cinco niñas en Madrid.
El caso de Cabrera no es un hecho aislado, sino otro capítulo en la crónica de impunidad y encubrimiento que ha caracterizado a esta orden religiosa. De acuerdo con los reportes retomados por medios como Animal Político y El Universal, la congregación ha reconocido al menos 175 casos de abuso desde la década de 1950. De esos, 60 fueron cometidos directamente por Maciel, quien fue protegido durante décadas por el Vaticano y sólo apartado de la vida pública en 2006 por el Papa Benedicto XVI.
Lejos de ser una institución que “ha aprendido la lección”, los Legionarios de Cristo continúan arrastrando denuncias sin resolver y figuras con redes de poder internas, muchas veces intocables, hasta que los tiempos políticos o judiciales cambian. El caso de Ana Lucía Salazar, quien denunció al sacerdote Fernando Martínez por abuso en los 90, sigue impune. Y mientras tanto, el discurso oficial se repite: “El imputado debe ser considerado inocente hasta que se dicte sentencia condenatoria”.
La captura de Cabrera es apenas un avance simbólico en un sistema donde los nombres cambian, pero la estructura se mantiene. El telón de fondo es el mismo: un legado de silencios, privilegios, teología del perdón selectivo y muchas víctimas esperando justicia desde hace décadas. Quizá sea hora de dejar de hablar de “casos aislados” y comenzar a nombrar lo que las víctimas han gritado desde hace años: esto ha sido un sistema. Y sigue en funciones.




