Igualdad: el compromiso pendiente de la democracia Sin justicia social, la participación política pierde fuerza y sentido
La democracia requiere elecciones libres, instituciones sólidas y división de poderes. Sin embargo, para que funcione en la vida cotidiana necesita algo más profundo: que la ciudadanía se sienta parte del sistema en condiciones de igualdad; que su voz sea escuchada, que su dignidad sea respetada y que sus derechos no dependan del lugar donde nació o vive. Cuando esa percepción se desvanece y la experiencia diaria está marcada por la exclusión, la democracia comienza a tambalearse.
México es un país de contrastes. Por un lado, ha construido instituciones electorales funcionales, ha logrado alternancia en el poder y cuenta con un marco constitucional avanzado en materia de derechos humanos. Por otro, enfrenta una de las brechas de desigualdad más persistentes del continente. Según el Banco Mundial, el 10 % más rico concentra más de la mitad de la riqueza nacional, mientras que el 50 % más pobre accede apenas al 9 %. Esta desigualdad no solo es una cifra económica, sino una realidad que condiciona la forma en que las personas viven, participan y confían en las instituciones.
La desigualdad se manifiesta más allá del ingreso. Asimismo, se refleja en el acceso a servicios básicos, en las oportunidades educativas, en la atención médica, en el empleo formal, en la seguridad y en la posibilidad de incidir en las decisiones públicas. Quien nace en condiciones de vulnerabilidad enfrenta mayores obstáculos para ejercer plenamente sus derechos, y esa distancia erosiona la promesa de la democracia como sistema de inclusión.
Los datos del Latinobarómetro 2023 refuerzan esta idea. Aunque el 62 % de las y los mexicanos afirma preferir la democracia como forma de gobierno, más del 60 % se declara insatisfecho con su funcionamiento. Esta paradoja revela una expectativa no cumplida: la democracia formal existe, pero sus beneficios materiales no llegan con la misma intensidad a todos los sectores.
En este contexto, surgen síntomas que deben observarse con atención: desconfianza institucional, abstencionismo y alejamiento ciudadano de los asuntos públicos. No se trata de apatía, sino de una señal clara de que algo no está funcionando como debería. Por ello, cuando los derechos se perciben como promesas incumplidas, el vínculo con la democracia se debilita.
La desigualdad también distorsiona el principio de representación. Quien tiene más recursos suele contar con mayores posibilidades de participar, ser escuchado e influir en las decisiones. Así, cuando el poder se concentra en unos cuantos, se rompe el equilibrio que la democracia busca garantizar. En consecuencia, la igualdad política se debilita si no va acompañada de condiciones mínimas de justicia social.
Además, la desigualdad impacta el clima democrático. En lugar de espacios de encuentro, se instalan dinámicas de polarización; en vez de diálogo, prevalece la desconfianza. La conversación pública se vuelve más áspera y fragmentada. Las redes sociales amplifican estas tensiones, pero su origen es más profundo: muchas personas no se sienten parte del sistema.
Esta percepción no es infundada. México tiene regiones donde el acceso a servicios básicos sigue siendo limitado, comunidades donde las instituciones son débiles o lejanas y sectores que por generaciones han vivido sin condiciones de bienestar. En estos escenarios, hablar de democracia puede parecer una idea abstracta si no se acompaña de mejoras concretas en la vida cotidiana.
Sin embargo, también hay razones para la esperanza. En las últimas décadas se han consolidado programas sociales con enfoque de derechos, se han abierto espacios de participación y la cultura cívica ha evolucionado hacia una ciudadanía más informada, exigente y activa. Estos avances demuestran que es posible construir una democracia que respete los procedimientos y, a la vez, genere condiciones de mayor equidad.
La Constitución mexicana es clara: en su artículo primero reconoce la igualdad como principio rector y en el 25 establece que el desarrollo debe ser integral y con justicia social. El reto es hacer realidad ese mandato. En otras palabras, las leyes lo establecen; ahora las políticas públicas deben traducir ese compromiso en resultados tangibles.
Para lograrlo, es clave reforzar la coordinación entre niveles de gobierno, instituciones y sociedad civil, así como entre los distintos sectores productivos y educativos. Combatir la desigualdad requiere una visión integral: desde el diseño del sistema fiscal hasta la inversión en infraestructura básica, desde la educación temprana hasta el acceso efectivo a la justicia.
También implica una mayor sensibilidad territorial. La desigualdad no se manifiesta igual en una zona urbana marginada que en una comunidad rural aislada. Por eso, es fundamental que las políticas públicas escuchen y se adapten a las realidades diversas del país. La participación comunitaria, los presupuestos participativos y los mecanismos de planeación local pueden ser herramientas clave para cerrar brechas.
Reducir la desigualdad es posible, pero exige constancia, voluntad institucional y colaboración multisectorial. No es una tarea de corto plazo ni de un solo actor. Se trata de un esfuerzo colectivo que fortalece la economía, la cohesión social y la estabilidad democrática.
Una democracia fuerte organiza elecciones confiables y garantiza condiciones dignas para vivir. Una democracia saludable convierte las libertades en realidades, y una democracia legítima se experimenta en cada comunidad, escuela y centro de salud.
Frente a los desafíos que impone la desigualdad, es momento de renovar el compromiso con una democracia funcional para todas y todos. Una democracia que reconozca que la justicia social no debilita su estructura, sino que la fortalece. Que entienda que los derechos no deben depender del ingreso o la ubicación, sino del simple hecho de ser personas.
Hoy más que nunca, se necesita una democracia que escuche, que incluya y que iguale. Una democracia que cumpla, cercana, honesta y responsable.
Porque el mayor riesgo para la democracia no es el desacuerdo, sino la indiferencia de quienes ya no creen que puede mejorar su vida. Y la mejor forma de prevenirlo es hacerla más justa, más equitativa y más viva.




