Hablando de discapacidad
La ley que nació sin ser incluida: Ley de Integración Social y Productiva de Personas con Discapacidad en Aguascalientes
En Aguascalientes existe una ley que, en papel, parecería un instrumento de avanzada para la inclusión: la Ley de Integración Social y Productiva de Personas con Discapacidad. Se promulgó en el año 2000 y ha tenido múltiples reformas, la más reciente en junio de 2024. Sin embargo, como suele pasar en este país, lo que está en la letra no corresponde con lo que ocurre en la vida diaria de las personas con discapacidad.
La ley establece derechos en materia de educación, trabajo, movilidad, salud, rehabilitación y participación social. Incluso obliga a que el cinco por ciento de la plantilla laboral en el sector público esté integrada por personas con discapacidad y que el sector privado contemple al menos un dos por ciento. Sobre el papel suena a un avance histórico, pero en los hechos, ¿cuántas dependencias estatales cumplen con esa cuota? ¿Cuántos municipios tienen realmente trabajadores con discapacidad en condiciones de igualdad? La respuesta es contundente: muy pocos.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020 del INEGI, en México viven 20.8 millones de personas con limitaciones permanentes, lo que equivale al 16.5% de la población, y en un número más certero, alrededor de 9 millones de personas son consideradas con alguna de las condiciones de discapacidad reconocidas en la carta de derechos humanos de las personas con discapacidad. En Aguascalientes, hablamos de cerca de 200 mil personas en el rango de limitaciones y 90 mil en el estrato de condición de discapacidad. Si hiciéramos un cálculo rápido con base en la ley, miles de empleos deberían estar reservados para este sector. Sin embargo, basta mirar las oficinas públicas o los reportes oficiales para descubrir que las cuotas se han convertido en letra muerta.
Otro punto crítico es el Comité Coordinador de Integración Social y Productiva, una instancia que según la ley reúne al Gobernador, al DIF, a secretarías estatales, a cámaras empresariales y a organizaciones civiles para diseñar y coordinar políticas públicas. La realidad es que este comité, cuando sesiona, lo hace de manera simbólica. No existen diagnósticos públicos periódicos, tampoco mecanismos de rendición de cuentas, y su funcionamiento no se traduce en mejoras palpables para la comunidad con discapacidad. Es un órgano que parece más pensado para llenar un requisito legal que para transformar realidades.
Pero el verdadero problema de fondo no está solo en el incumplimiento, sino en el origen mismo de la ley. Fue construida desde un enfoque médico-rehabilitador: la persona con discapacidad es vista como un “paciente” que necesita rehabilitación, asistencia y apoyos asistencialistas para “superar sus limitaciones”. Esto queda claro en capítulos enteros dedicados a la “rehabilitación médico-funcional” o a la “orientación psicológica”, mientras que el enfoque de derechos humanos —el que hoy promueve la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, ratificada por México en 2007— aparece de manera superficial y tardía, hasta las reformas recientes.
Este enfoque inicial refuerza un paradigma equivocado: que la persona con discapacidad debe ser “integrada” porque está “fuera” de la sociedad. Bajo esa lógica, se nos ve como sujetos que requieren la condescendencia del Estado y la lástima de la sociedad. La ley, aunque ha tratado de evolucionar con reformas en 2016, 2019, 2020 y 2024, sigue arrastrando esa visión paternalista que no reconoce a la persona con discapacidad como sujeto pleno de derechos, sino como beneficiario de dádivas.
Un ejemplo claro lo encontramos en las disposiciones sobre movilidad. La ley ordena que existan semáforos auditivos, banquetas con guías táctiles y transporte público accesible. ¿Dónde están? En el mejor de los casos, se han instalado de manera marginal en algunas avenidas principales, pero no hay una cobertura que garantice el derecho a la movilidad de las personas con discapacidad visual o motriz. Según el Plan de Movilidad 2023 de la Secretaría de Desarrollo Urbano, menos del 5% del transporte urbano cuenta con accesibilidad real en Aguascalientes.
Lo mismo ocurre con la educación. La ley manda que todas las escuelas públicas y privadas garanticen instalaciones accesibles y programas inclusivos. El Instituto de Educación de Aguascalientes reconoce que en 2023 apenas 2 de cada 10 escuelas cuentan con rampas y adaptaciones físicas suficientes. Y si hablamos de docentes preparados para la inclusión, los números son aún más bajos.
Es verdad que se han dado avances: se ha incorporado el concepto de ajustes razonables, se ha incluido la obligación de capacitar al personal en lengua de señas mexicana y de contar con información en Braille, y recientemente se reforzó el derecho a la movilidad. Pero estos cambios, aunque positivos, no son suficientes si no existe un plan de ejecución acompañado de presupuesto, seguimiento y sanciones efectivas.
La ley contempla sanciones, desde multas de hasta mil UMAs hasta la destitución de servidores públicos que incumplan. En la práctica, no hay un solo caso público en que un funcionario haya sido sancionado por discriminar o incumplir con las obligaciones hacia las personas con discapacidad. La impunidad legal también opera aquí.
Es necesario reconocer que esta ley nació hace 25 años bajo un modelo superado y, aunque se ha intentado modernizar, no ha logrado romper con sus orígenes. En pleno 2024, seguir hablando de rehabilitación como si fuera la clave de la inclusión es un retroceso. Hoy lo que necesitamos es hablar de accesibilidad, participación política, autonomía y derechos humanos.
La invitación al lector es clara: esta no es la única ley que regula la vida de las personas con discapacidad en Aguascalientes y en México. Existen la Ley General para la Inclusión de las Personas con Discapacidad, la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación y tratados internacionales como la Convención de la ONU. Pero conocerlas, estudiarlas y exigir su cumplimiento es tarea de toda la ciudadanía. La indiferencia es la mejor aliada de la exclusión.
No se trata de caridad ni de buena voluntad. Se trata de justicia y de cumplir con la Constitución que reconoce que todas las personas somos iguales en dignidad y derechos. La pregunta que debemos hacernos como sociedad es simple: ¿seguiremos permitiendo que las leyes se queden en el papel o nos decidiremos a exigir que se cumplan en la vida real?




