Cosas veredes
Ayotzinapa, ¿cansancio y olvido?
Se han cumplido once años de la infausta noche del 26 de septiembre en Iguala, cuando los estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, Gro., que habían llegado en varios autobuses de transporte de pasajeros a recolectar fondos para los actos de conmemoración del 2 de Octubre, fueron confrontados por la policía municipal de Iguala, y luego perseguidos, detenidos y agredidos por sicarios del crimen organizado coludidos con autoridades y policías de los municipios de la región, Cocula, Huitzuco y Tepecoacuilco, además de la propia Iguala.
El saldo de esa fatídica noche fue de seis muertos por disparos de arma de fuego, tres estudiantes normalistas y tres personas más, no involucradas directamente en los hechos, 23 heridas y 43 normalistas desaparecidos. Las consecuencias personales y políticas de esos acontecimientos no se han detenido. Se equivocaron y se siguen equivocando quienes han pensado que los carpetazos cierran agravios de gran calado.
Los hechos de esa noche, además de llenar de dolor y luto a decenas de familias de las zonas más pobres de Guerrero, destaparon una indignante cloaca. Mostraron cómo los cárteles del narcotráfico han infiltrado estructuras de gobiernos e instituciones, y puesto a su servicio las policías de muchos municipios que, en lugar de brindar seguridad a la población, obedecen órdenes de organizaciones criminales. También nos han mostrado la ineficiencia o la connivencia de otras instituciones del estado mexicano que han servido para que crímenes horrendos se pierdan entre torpeza, mala fe y conveniencia política.
Las familias de los fallecidos siguen esperando la justicia mínima de saber quiénes fueron los responsables del asesinato de sus seres queridos, y que reciban sentencia por su crimen. Los padres de los 43 estudiantes desaparecidos aún claman respuestas para saber con certeza, para bien o para mal, el destino de sus hijos. Las autoridades han presentado a la opinión pública y a las familias dolientes verdades “históricas” y oficiales que no han terminado por ser convincentes.
A estas alturas, once años después, lo que es absolutamente creíble es la poca atingencia de las autoridades investigadoras, desde la PGR de entonces hasta los fiscales especiales y comisiones conformadas para esclarecer los hechos. Los expertos internacionales incluso abandonaron la investigación lanzando acusaciones y denuncias contra las fiscalías, el gobierno y el ejército mexicano.
Mientras los presuntos responsables materiales han entrado y salido de la prisión con argumentos legales, maniobras jurídicas y resoluciones judiciales confusas y contradictorias, altos funcionarios de la investigación de los crímenes son ahora reos de la justicia, irónicamente señalados por entorpecer los trabajos de investigación: el ex procurador Murillo está formalmente preso, el ex jefe de la investigación, Tomás Zerón, acusado de manipular evidencias del crimen, refugiado actualmente en Israel, y el ex fiscal especial, Gómez Trejo, solicitando asilo en los EUA denunciando supuestas amenazas por investigar a militares y funcionarios de gobierno.
Evidentemente la investigación de los crímenes de la noche de Iguala no ha tenido la limpieza, ni la eficiencia técnica y jurídica que amerita un hecho de tal magnitud social y política. Por eso se afianza la idea de que al estar involucradas instancias públicas de todos los niveles, la noche de Iguala se pudiera considerar un crimen de estado, como lo expresaron lo mismo el ex comisionado Alejandro Encinas como el ex presidente López Obrador.
Lo más difícil de creer es que el gobierno mexicano, con sus instituciones de seguridad e inteligencia, no cuente desde hace once años con la información de los acontecimientos de aquella noche fatídica. Y pareciera que el paradero de los 43 jóvenes desaparecidos es el punto más delicado de la investigación, pues si, como se ha afirmado, fueron asesinados, su ejecución, restos y destino fueran imposibles de ser conocidos.
Se antoja difícil, aunque no imposible, que la investigación se enderece, que la nación y las familias reciban explicaciones claras y que se haga justicia. Pero a más de una década, es muy posible que para algunas autoridades resulte más sencillo dejar que La Noche de Iguala siga una ruta del cansancio y olvido y que nunca se cierre con certezas.
Sería un paso en falso: los agravios históricos, esos que marcan la conciencia y voluntad de las comunidades y naciones, cuando no son resueltos por las vías institucionales, siguen supurando como heridas infectadas, y no son superados hasta que surgen nuevas realidades políticas que los atienden y reivindican.
Así ha sucedido con muchos de los agravios que han marcado la historia nacional. En ningún caso, ni el cansancio ni el olvido cerraron las heridas; más bien se convirtieron en banderas y causas de lucha.
Resulta obligado recordar la vieja conseja de Santayana: “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”.
@gilbertocarloso




