La confirmación del estadounidense Colton Herta como piloto de pruebas del nuevo equipo Cadillac F1 a partir de 2026 ha generado entusiasmo y dudas en la fanaticada de IndyCar. Sin embargo, detrás del anuncio hay una condición que levanta polémica: para aspirar a un asiento titular en 2027, Herta deberá conseguir los puntos necesarios para obtener la Superlicencia, y todo apunta a que tendrá que correr en la Fórmula 2 en 2026 para conseguirlos. ¿Tiene sentido que un piloto consolidado en IndyCar deba pasar por una categoría formativa para ser considerado en la Fórmula 1?
La discusión de fondo va más allá del caso Herta. IndyCar no es un semillero, es una categoría con identidad propia, una de las más exigentes del mundo, con un calendario que mezcla óvalos, circuitos permanentes y urbanos, y que cuenta con las 500 Millas de Indianápolis, una de las tres joyas de la Triple Corona del automovilismo. Que pilotos como Herta, Álex Palou —cuatro veces campeón— o Patricio O’Ward —subcampeón y figura comercial de gran peso en México y EE. UU.— no tengan un acceso directo a la F1 refleja una desconexión entre talento real y estructuras burocráticas.
El sistema de puntos de la Superlicencia FIA parece diseñado para proteger a las categorías europeas antes que para medir el nivel de los pilotos. IndyCar otorga menos puntos que la F2, pues es ilógico que quedar tercero en esta categoría equivalga a los mismos puntos que ser campeón de IndyCar, lo que obliga a figuras ya consagradas a “validarse” en campeonatos menores. Es una paradoja que evidencia una barrera más política que deportiva. La reciente negativa a permitir el ingreso del equipo Andretti —propietario del auto de Herta en IndyCar—, obligando a TWG Motorsports a llegar como Cadillac a la máxima categoría, refuerza esa percepción de círculo cerrado por parte de la F1.
Durante años, la narrativa fue que IndyCar era una categoría meramente “gringa” y ajena al automovilismo de élite. Pero hoy, con su crecimiento internacional, su alianza con Fox Sports y un espectáculo que cada vez atrae a más aficionados fuera de EE. UU., esa visión está quedando obsoleta. Quizás sea por eso que la F1 comienza a tratar a IndyCar no como una alternativa, sino como una amenaza: lejana, pero amenaza al fin.
La llegada de Herta a Cadillac debería ser celebrada como un triunfo del automovilismo norteamericano. En cambio, se convierte en otro ejemplo de lo difícil que es para los talentos de IndyCar ser reconocidos como lo que son: pilotos de élite. No por falta de nivel, sino por un sistema que se resiste a abrir la puerta a quienes no crecieron dentro de su propia escalera.




