Como muchas otras mujeres, algunas crecimos fantaseando con convertirnos en madres.
Nuestra forma de entretenimiento en la infancia era jugar con otras infancias, asumiendo el rol de cuidadoras, madres y esposas. Nuestrxs hijxs, que tomaban la forma de barbies, nenucos o muñecas, lucían de una sola forma: blancos, rubios y con ojos azules. Desde niñas, aprendimos a romantizar las maternidades blancas, a aceptar que era el estándar de una “buena maternidad” y a percibir el resto de maternidades como menos merecedoras de respeto, empatía y dignidad.
Mientras unas son admiradas, otras son señaladas
¿Cuántas veces hemos escuchado la narrativa de que, si una mujer no tiene los recursos necesarios para mantener a una infancia, para qué decide tenerla? ¿Para provocar lástima? ¿Para sacarle provecho a programas de gobierno?
En este imaginario colectivo, ni todas las madres tienen el mismo valor para la sociedad, ni todas son juzgadas de la misma manera. Lamentablemente, el racismo, la discriminación y el clasismo son factores que están presentes en cómo percibimos todas las maternidades: mientras algunas son admiradas y retratadas como el epítome de la maternidad, otras son señaladas como malas madres y castigadas por la sociedad.
Por un lado, podemos ver a figuras públicas de poder como políticas y empresarias siendo celebradas por asistir acompañada de su bebé recién nacida a una serie de eventos públicos que han dado lugar en días recientes.
Su presencia se convierte rápidamente en noticia y en el foco de una conversación importante: que si representa una maternidad “sin límites”, que si demuestra que es posible ser madre y, al mismo tiempo, cumplir con sus metas profesionales, que si representa la máxima figura de empoderamiento femenino. O si simplemente se trata de otro caso de romantización de madres blancas.
Ojo, no significa que las madres blancas no se enfrenten a desafíos, críticas o debates. Pero es importante señalar que para nada es lo mismo ser una madre blanca a una madre prieta, negra, pobre, indígena, migrante, con alguna discapacidad, etc.
Esta narrativa la vemos en todas partes: en las campañas de marketing, en los medios de comunicación, en los contenidos sobre maternidad deseada, en libros, guías… en todo tipo de reglamentos que nos enseñan cómo ser un modelo de maternidad. Pero, ¿acaso las mujeres que no presentan estos mismos atributos de una mujer blanca no tienen agencia para decidir si quieren ser madres, sea en las condiciones que sea? Mientras unas ejercen la maternidad deseada de una forma aceptada, otras son cuestionadas por querer hacer lo mismo.
¿Por qué tenemos tan normalizado juzgar, condenar y villanizar otras formas de maternidad que no responden a la hegemonía, a ciertos privilegios o a un núcleo familiar heteronormado?
¿La respuesta es rechazar todo tipo de maternidad, incluyendo el modelo tradicional que siempre nos han enseñado? Pues no, no podemos hacer eso. Pero lo que sí podemos hacer, es romper con la idea de que las maternidades blancas son la única forma de maternar.
Repensar y reconstruir el ejercicio de la maternidad implica reconocer que se trata de un modelo históricamente configurado desde el patriarcado y dirigido por los intereses de una clase dominante. Bajo esta misma narrativa, el concepto de la maternidad se ha presentado como un destino dirigido únicamente a un sector que puede costearlo bajo ciertos criterios: que sea de un grupo social con buena posición económica, que compartan el apego a lo tradicional, a la religión y más aspectos conservadores, etc.
Sin embargo, pensar en nuevas formas de maternidad implica ir más allá de los valores tradicionales e intereses de las clases altas. Una maternidad que se pueda ejercer en condiciones libres, que sea compartida, informada y elegida en condiciones justas que garanticen el bienestar.




