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viernes, diciembre 5, 2025

La menstruación y los ritmos que el mundo olvida

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En un mundo que exige productividad constante, la menstruación sigue sin tener un lugar reconocido en la vida social y laboral. Avanzamos en tecnología y discursos de igualdad, pero seguimos arrastrando un tabú que nos obliga a callar, minimizar o simplemente “aguantar” un proceso biológico inevitable, como si los ciclos menstruales no existieran y diseñamos una sociedad que funciona a espaldas de quienes menstrúan.

 

La antropóloga médica Emily Martin mostró cómo hemos aprendido a mirar el ciclo menstrual con metáforas industriales, desde “fábricas defectuosas” o “procesos de desecho”, pero el problema no es solo el lenguaje, sino también que la menstruación está borrada del mapa social. En las escuelas se explica como un dato anatómico frío, sin reconocer que puede doler, afectar la energía o modificar la concentración y así se forman generaciones que, al crecer, no saben qué esperar de su propio cuerpo.

 

El silencio no es casual, ya que enfermedades como la endometriosis siguen siendo diagnosticadas tarde o mal porque los síntomas se desestiman como “quejas de mujeres”. Gabrielle Jackson lo documenta en Pain and Prejudice, donde dice que el dolor menstrual ha sido normalizado bajo la idea de que “es natural sufrir”. El resultado son años de vidas limitadas, productividad reducida y un sufrimiento que se podría evitar con información y atención médica adecuada.

 

El problema es estructural, pues hasta 1993, las mujeres fueron excluidas de la mayoría de los ensayos clínicos para evitar “complicaciones” derivadas de sus ciclos. La doctora Jen Gunter explica que la medicina moderna se construyó sobre cuerpos masculinos. Eso significa que millones de tratamientos se diseñaron sin considerar cómo responden los cuerpos que menstrúan y el vacío de conocimiento no es casualidad, es negligencia sistemática. A esto se suma un ritmo de vida que exige linealidad. La psicóloga Lisa Mosconi demostró que el cerebro femenino atraviesa cambios durante el ciclo, por ejemplo, en algunos momentos es más creativo, en otros más analítico. Sin embargo, esta información queda enterrada en publicaciones científicas, mientras la vida laboral pide un rendimiento plano, constante, como si nada pasara, y al final, muchas mujeres recurrimos a café, analgésicos y fuerza de voluntad para mantener un estándar imposible.

 

Y luego está el dinero. La periodista Jennifer Weiss-Wolf acuñó el término “pobreza menstrual” para describir a quienes no pueden costear productos básicos. En México, una caja de toallas sanitarias puede significar hasta el 10% de un salario mínimo diario. ¿Qué implica? Estudiantes que faltan a clases, trabajadoras que pierden días de salario, niñas y adolescentes que improvisan con papel o trapos. Durante años, además, estos productos fueron considerados como “artículos de lujo”, como si fueran solo un capricho. El tabú se entrelaza con desigualdades más profundas. La investigadora Chris Bobel ha mostrado cómo el género, la clase y el lugar de residencia definen la experiencia menstrual. En comunidades rurales o indígenas, la falta de agua potable convierte la menstruación en un riesgo sanitario; en las ciudades, la ausencia de baños públicos seguros obliga a planear la vida entera en torno a un calendario de accesos. La pandemia lo hizo evidente, mientras algunos disfrutaban del home office, enfermeras, maestras y trabajadoras de limpieza tuvieron que atravesar jornadas extenuantes sin siquiera poder atender sus necesidades básicas.

 

La socióloga Breanne Fahs apunta que la menstruación se usa como marcador de diferencia, ya que funciona para justificar exclusiones o burlas. Cuando se habla de ella, suele hacerse desde un marco médico que patologiza o desde un discurso de empoderamiento que la romantiza, pero pocas veces desde la realidad práctica: que es un proceso normal, cotidiano, y que requiere condiciones dignas para atravesarlo.

 

No se trata de celebrar la menstruación como bandera, ni de ocultarla como vergüenza. Se trata de reconocerla como parte de la vida de millones de personas y, sobre todo, de diseñar sistemas que no castiguen a quienes menstrúan. Eso implica políticas públicas que garanticen acceso gratuito o asequible a productos menstruales; investigación médica que incluya los ciclos hormonales como variable esencial; espacios laborales que reconozcan las fluctuaciones naturales de energía; y una educación que deje de sembrar ignorancia y vergüenza desde la infancia.

 

Ignorar la menstruación no es solo una injusticia, sino una decisión costosa que nos priva de talento, productividad y bienestar. Nos condena a un sistema de salud incompleto, a desigualdades educativas y laborales. Reconocer la menstruación como un hecho social y político no es opcional. Es una condición para que nuestra sociedad sea más justa, más sana y, sobre todo, sostenible.

Vía Tercera Vía

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