Hace un año, la gentrificación era todavía un término sospechosamente académico en Guadalajara. Hoy se siente, y lo podemos experimentar, en los avisos de desalojo, en rentas que se duplican de un mes a otro, en negocios de toda la vida que bajan la cortina y cierran sus puertas sin explicación. El 20 de septiembre de 2025, cientos de personas marcharon por primera vez contra la gentrificación en las calles de Guadalajara. Fue la primera protesta organizada, pero no la primera señal de que llevaba tiempo reventando.
Desde hace meses, colectivos vecinales identifican cómo funciona la burbuja inmobiliaria, estudiantes documentan la gentrificación en proyectos como exodos.com.mx, en las asambleas de distintas colonias y barrios se habla de frenar lo que parece imparable. La pregunta es si todo esto bastará cuando faltan menos de diez meses para que llegue el Mundial de 2026 y Guadalajara complete su transformación en producto turístico.

La investigación colectiva de Éxodos reveló que hay más de mil viviendas vacías en el centro histórico, colonias donde más del 90% de las casas permanecen desocupadas, y 225 mil hogares en condiciones precarias de 2, 314, 364 viviendas en total en Jalisco. Mientras tanto, las grúas no para y cada semana aparece el anuncio de un nuevo desarrollo vertical en La Americana, en Chapalita o en Lafayette.
Por otro lado, la turistificación tiene prisa. Plazas públicas renovadas para salir bien en redes sociales para megaeventos próximos. Banquetas ensanchadas en zonas estratégicas para ciertos establecimientos que la ocupan para vender más. Una narrativa oficial que mercantiliza todo esto como progreso para todas las personas. El problema no es que se arregle la ciudad, sino para quién se arregla y quién se queda fuera.
Este sábado 27, la cafetería Leonela volvió a abrir. El mismo lugar que fue señalado por apropiarse de espacios públicos, por mercantilizar banquetas que no le pertenecían y por condiciones laborales que varios exempleados denunciaron como precarias. Cerró tras la presión, pero regresó sin consecuencias visibles, como si nada hubiera pasado. Mientras hay colectivos haciendo trabajo para documentar desalojos, irregularidades y abusos inmobiliarios, las fuerzas que impulsan la gentrificación operan con la ventaja del dinero, los permisos expeditos y la complicidad institucional.
La marcha del 20 de septiembre no paró excavadoras, no frenó grúas, pero sí nos mostró que el hartazgo ya no cabe en silencio. Por primera vez, personas de la zona centro y de las periferias, jóvenes y persona mayores, y con condiciones distintas, se encontraron en la calle para gritar que Guadalajara no está en venta. Eso importa, los trabajos de investigación como el de Éxodos importan porque ponen datos duros a lo que muchos sienten, pero no pueden nombrar; las asambleas vecinales importan porque construyen tejido donde el mercado solo ve clientes potenciales. Sin embargo, la verdad incómoda es que todo esto avanza más lento que las excavadoras, más lento que los permisos de construcción, más lento que la maquinaria de marketing que ya vende Guadalajara como destino cosmopolita a nómadas digitales con dólares en la cartera.

En menos de un año llegará el Mundial. Las obras de infraestructura ya están en marcha. Los hoteles suben precios anticipadamente. Las autoridades prometen una ciudad renovada, lista para mostrar al mundo. Pero ¿qué ciudad? ¿La de los desplazados que ya no pueden pagar renta en el barrio donde nacieron? ¿La de los comerciantes tradicionales que cerraron para que abriera otra sucursal de café de especialidad? ¿O la ciudad ornamentada, “limpia” de pobres, perfecta para el turista que viene tres días y se va?




