La agresión que recientemente sufrió Claudia Sheinbaum en el Centro Histórico de la Ciudad de México revela una realidad mucho más profunda: la violencia digital y simbólica que recae sobre las mujeres en el poder. La difusión veloz del vídeo, el uso de redes sociales para revictimizarla, los comentarios misóginos y los señalamientos de carácter político-partidista son parte de un mecanismo que, conscientemente o no, socava la autoridad, la dignidad y la integridad de una mujer que además ocupa un cargo público.
La violencia contra la presidenta no debe aislarse, por el contrario, forma parte de una trama estructural que no discrimina cargos ni visibilidad. Como ella misma lo expresó: “Si esto le hacen a la presidenta, ¿qué va a pasar con todas las jóvenes mujeres en nuestro país?”. Ese “qué va a pasar” debe ser dirigido a todos, hay una interpelación pues la visibilidad pública de una mujer poderosa no la coloca fuera de la vulnerabilidad, sino en una trinchera donde convergen los insultos y la revictimización.
En efecto, una parte clave del daño que se hizo en esta ocasión ocurrió en el terreno digital: el vídeo se viralizó, fue reproducido, compartido y comentado con saña, además de alterado con fines de burla. El acto físico de agresión fue complementado con otra agresión, de corte simbólico: la difusión sin consentimiento, la discusión pública sobre quién fue responsable, la exposición de la víctima en el centro del debate. Me parece ruin, mezquino pero sobretodo vacío ¿Cuál es el sentido de atacarla por su aspecto físico o por la agresión sufrida? No hay una crítica de fondo; por el contrario, fueron pocos los medios de comunicación o actores políticos serios, los que se concentraron en una crítica constructiva, y a la que me sumo con preocupación: quién cuida y cómo a nuestra presidenta.
Cuántas veces, una mujer que ocupa un rol público ha tenido que resistir no sólo el insulto, sino la exposición pública de su vulnerabilidad como objeto de burla o de debate. Aquí, en Aguascalientes han sido muchas las mujeres políticas que son expuestas y que no hay quien levante la mano en contra de esas agresiones. Recuerdo la que sufrió la presidenta del IEE hace unos meses, sin que al efecto alguien haya levantado la voz para evitar esa grave violación de sus derechos humanos, ni sus compañeros, ni siquiera los grupos feministas o las activistas (al menos yo no me percaté de nadie).
Otro elemento que se debe subrayar: la politización del hecho. En lugar de plantearse como un asunto de derechos humanos, de seguridad de las mujeres, de violencia de género, algunos sectores lo presentaron como un “montaje” para distraer la atención de otros problemas del gobierno. Esta lectura deslegitima toda la lucha por la igualdad que se ha emprendido desde hace muchos años por muchos sectores de la sociedad mexicana.
Defender a la presidenta en este contexto no significa defender su gobierno de las críticas legítimas ni blindar su función pública. Significa, más bien, reconocer que cualquier mujer tiene derecho a ejercer su autoridad libre de acoso, de temor, de violencia digital o presencial. Defenderla es rechazar que su victimización sea usada como arma política, o que su imagen sea convertida en objeto de espectáculo. Es sostener que la dignidad de la persona, y la integridad de su cuerpo, están sobre cualquier clase de crítica.




