Vivimos en una época donde todo ocurre a una velocidad que no alcanzamos a entender. Nos enseñaron que quien va más rápido gana, que estar ocupado es una forma de éxito, que la agenda llena es una medalla, que si no contestas de inmediato quedas fuera. Sin darnos cuenta, dejamos de administrar nuestro tiempo y comenzamos a administrar nuestro cansancio. La prisa dejó de ser un estado temporal para convertirse en un estilo de vida. En algún punto empezamos a creer que valemos por lo que hacemos y no por lo que somos. Entonces el tiempo, ese recurso que no se puede comprar, almacenar o recuperar, se convirtió en el nuevo privilegio.
Tener tiempo hoy es un acto casi revolucionario. Tener tiempo para desayunar sin el teléfono en la mano, para leer sin interrupciones, para caminar mirando el cielo y no el reloj, para escuchar a alguien sin revisar notificaciones, para descansar sin culpa. Parece sencillo, pero es raro. Vivimos rodeados de recordatorios, alarmas, pendientes, reuniones que se extienden y mensajes que llegan incluso cuando dormimos. La tecnología prometió liberarnos, aunque en realidad nos hizo más disponibles que nunca. Antes el trabajo terminaba cuando salías de la oficina; ahora la oficina cabe en tu bolsa, en tu bolsillo, en tu muñeca y a veces en tu mente incluso cuando intentas dormir.
Hay una frase que se repite constantemente: “No tengo tiempo”. Pero en realidad lo que no tenemos es prioridad por nosotros mismos. Nos cuesta reconocerlo. Es más fácil llenarnos la agenda que enfrentar el vacío. Es más cómodo atender urgencias que escuchar lo que sentimos. La ausencia de tiempo se convirtió en una excusa elegante para evitar conversaciones incómodas, decisiones pendientes o emociones atrapadas. Si no tenemos tiempo, no tenemos que mirarnos de frente.
El fenómeno más extraño de la vida contemporánea es que todo es urgente, aunque casi nada es importante. Abrimos el teléfono para revisar un mensaje y terminamos treinta minutos después sin recordar qué íbamos a hacer. Saltamos entre correos, chats, redes sociales y notificaciones como si la vida nos exigiera estar disponibles todo el tiempo. Vivimos en una permanente sensación de deuda con el trabajo, con los demás y con nosotros mismos. Deuda de tiempo.
Cuando alguien pregunta cómo estamos, la respuesta automática es: “Bien, solo muy ocupado”. Decir ocupado parece una forma respetable de decir que estamos agotados, que no sabemos cómo detenernos, que intentamos cumplir expectativas que no nos pertenecen. La ocupación crónica se convirtió en una identidad. Incluso presumimos la falta de sueño: “Ayer dormí tres horas”, “No he comido en todo el día”, como si el desgaste fuera símbolo de valor.
Estar siempre ocupado nos hace sentir necesarios. Ser indispensables es otra forma de buscar amor y reconocimiento.
Nos acostumbramos a vivir en la prisa. La prisa de contestar, de entregar, de demostrar, de no quedarnos atrás. Una prisa que nos roba la presencia y nos aleja de lo que importa. La prisa nos hace estar en todos lados menos donde estamos.
Lo más triste es que confundimos productividad con propósito. Hacemos más, sentimos menos. Producimos más, vivimos menos. Avanzamos en tareas, pero nos alejamos de nuestra propia vida. No es que no tengamos tiempo. Lo hemos ido regalando a todo lo que no construye. Llenamos nuestras horas de ruido y el ruido impide escuchar lo esencial.
Nos da miedo el silencio. El silencio es incómodo porque nos deja solos con nuestras preguntas. Por eso buscamos ruido para evitar enfrentarnos con lo que duele. Pero el silencio también es refugio. El silencio aclara, ordena y revela.
El privilegio hoy no es tener dinero. Es tener tiempo para sentir. Sentir el sol en la piel. Reír sin prisa. Conversar sin mirar la pantalla. Estar con alguien sin comprobar cada pocos minutos si algo nuevo pasó en el mundo digital. La presencia se volvió escasa porque la atención se convirtió en mercancía. Cualquiera puede pedir nuestra atención, pero no cualquiera merece nuestra presencia.
Muchas veces creemos que la vida sucederá cuando acabe el proyecto, cuando llegue ese ascenso, cuando termine esta etapa difícil. Decimos que después tendremos tiempo. Pero después no existe. Existe hoy. Existe el instante en el que decides mirar a alguien a los ojos. Existe cuando eliges quedarte cinco minutos más. Existe la oportunidad de estar.
El tiempo es un acto de libertad. No basta con administrarlo. Hay que elegirlo. Elegir a quién se lo das, con quién lo compartes, qué merece tus minutos y qué no. No elegir es dejar que otros decidan por ti.
Hay que aprender a decir algo que nos cuesta: no estoy disponible. No disponible para la urgencia inventada. No disponible para el desgaste inútil. No disponible para lo que roba energía y no la devuelve. La desconexión se volvió una forma de recuperación personal. Limitar no es perder. Es recuperar.
La verdadera riqueza no está en tener más cosas, sino en tener más tiempo para lo que importa. El tiempo no vuelve, pero podemos volver nosotros a él. Podemos regresar al centro, bajar el ritmo, elegir vivir conscientemente.
Somos responsables de lo que hacemos con nuestras horas. La vida no se mide en pendientes resueltos, sino en momentos vividos. Nadie recordará cuántos correos contestaste, pero sí recordará cómo los hiciste sentir cuando estuviste presente.
Quien controla su tiempo controla su libertad. Y quien recupera su libertad recupera su vida. Quizá haya llegado el momento de preguntarnos algo sincero: si este fuera nuestro último día, ¿lo habríamos vivido en pendientes o en presencia? Cada minuto que pasa es una elección. Podemos seguir corriendo o podemos empezar a habitar nuestros días. La vida sucede en este instante, no en el futuro que imaginamos ni en la agenda que cargamos. Lo que importa está ocurriendo ahora. Tal vez la verdadera transformación no está en hacer más, sino en permitirnos ser. Detenernos exige valentía. Elegir el tiempo es elegirnos. Y nadie puede hacerlo por nosotros.




