La Columna J
La política como tragedia contemporánea y la urgencia del estoicismo
Vivimos días marcados por la complejidad y la contradicción. El año 2025 no solo simboliza una etapa de transición política y tecnológica, sino que constituye un punto de inflexión moral en la historia de la humanidad. El mundo, siempre en llamas, parece ahora incendiarse desde su propio centro ético. La crisis internacional no es únicamente de poder o de ideologías, sino de sentido.
En el corazón del Medio Oriente somos testigos del holocausto del pueblo palestino a manos del gobierno sionista de Benjamín Netanyahu, actual primer ministro de Israel, responsable de una ofensiva militar que, según informes de la ONU (2025) y de Amnistía Internacional, ha dejado más de 500,000 víctimas mortales, en su mayoría civiles, y un número devastador de niños y niñas menores de dos años. Se ha utilizado la hambruna como arma de guerra, impidiendo el acceso a alimentos, agua y medicinas a más de dos millones de personas en la Franja de Gaza. La barbarie, que creíamos desterrada del siglo XX, ha regresado con una precisión quirúrgica bajo el disfraz de la seguridad nacional.
Un poco más al norte de este infierno geopolítico, persiste el conflicto entre Rusia y Ucrania, iniciado en 2022 y prolongado ya por más de tres años. Lo que comenzó como una disputa territorial se ha transformado en una partida de ajedrez entre imperios. La OTAN, encabezada por Estados Unidos y la Unión Europea, ha convertido este conflicto en un tablero de poder, instrumentalizando la tragedia humana. Al frente del Estado ucraniano se encuentra Volodímir Zelenski, un actor y comediante devenido presidente, quien representa una paradoja moderna: el espectáculo mediático como forma de gobierno. En este contexto, la guerra no solo se libra con armas, sino con discursos, con algoritmos y con propaganda.
Mientras tanto, Donald Trump, expresidente de Estados Unidos, símbolo del populismo autoritario contemporáneo, continúa evadiendo las consecuencias judiciales de sus múltiples procesos, entre ellos acusaciones por abuso sexual (caso E. Jean Carroll, 2023) y vínculos con el magnate Jeffrey Epstein, condenado por delitos de tráfico sexual de menores. Trump, como arquetipo de la impunidad política, encarna la decadencia del poder occidental: un liderazgo basado en el miedo, la mentira y el espectáculo. Su política migratoria, inspirada en la xenofobia, ha despojado a miles de personas de sus derechos humanos fundamentales.
La descripción de la política actual es, sin duda, una tarea ardua. Sin embargo, es un eslabón necesario para comprender cómo, en medio de esta devastación moral, el estoicismo emerge como una vía legítima para aceptar la realidad sin quebrarse ante ella. No se trata de resignación, sino de fortaleza interior frente al caos del mundo exterior.
El filósofo Séneca escribió: “No es que las cosas sean difíciles y por eso no nos atrevamos; es que no nos atrevemos, y por eso son difíciles”.
Esta frase adquiere hoy una vigencia urgente. En un mundo donde la indignación se confunde con la distracción, y la violencia se normaliza en las pantallas, el estoicismo ofrece una brújula ética: aceptar lo que no podemos cambiar, actuar con virtud en lo que sí depende de nosotros, y mantener la serenidad cuando todo a nuestro alrededor se derrumba.
En Argentina, el ascenso del presidente Javier Gerardo Milei, un economista ultraliberal que llegó al poder con un discurso de odio hacia la izquierda y un desprecio evidente por la política tradicional, ha llevado al país a un colapso social sin precedentes. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC, 2025), cada día cierran más de 29 empresas, el desempleo crece, y la deuda externa se ha proyectado a comprometer a la nación por las próximas tres décadas. Milei, defensor del anarcocapitalismo, ha reducido drásticamente los presupuestos en salud y educación, mientras fomenta un culto a la represión ideológica. Su estrategia, inspirada en los mecanismos de la propaganda nazi descritos por Joseph Goebbels, transforma el sensacionalismo mediático en herramienta de dominación y convierte el discurso de la libertad en la práctica de la opresión.
En México, la situación no es menos alarmante. Vivimos una de las crisis de seguridad más violentas de nuestra historia reciente. El asesinato del alcalde Carlos Manzo, de Uruapan, y del líder limonero que denunciaba al crimen organizado, son solo la superficie visible de un Estado debilitado. Hay regiones completamente cooptadas por el narcotráfico. Mientras el país arde, en el Congreso de la Unión los legisladores aumentan su salario, bailan ante las cámaras y discuten trivialidades, como el caso de una diputada que aseguró que “en Veracruz los científicos están construyendo naves espaciales para llevar café a Marte”.
La política mexicana parece haber abandonado cualquier pretensión de decoro moral. En el Senado, figuras como Gerardo Fernández Noroña, ahora senador de la República, y Alejandro “Alito” Moreno, dirigente del PRI, protagonizan empujones y ofensas en un espectáculo que degrada la función pública a mera comedia.
Sin embargo, más allá de la crítica, hay una enseñanza estoica en medio de todo esto: aceptar que las soluciones no llegarán de la política, sino de la virtud individual. No se trata de abdicar de la responsabilidad cívica, sino de comprender que la serenidad, la disciplina y la claridad del alma son los únicos escudos frente a la corrupción sistémica.
La política, desde tiempos inmemoriales, ha sido un mal chiste. Pero en nuestros días, se ha convertido en tragedia. Marco Aurelio, en sus Meditaciones, advertía: “El hombre debe mantenerse firme como una roca a la que las olas golpean continuamente”.
Esa es la tarea del ciudadano estoico en el siglo XXI: ser roca entre las olas, mantener el juicio ante la sinrazón, conservar la virtud en un mundo que ha hecho del cinismo su política exterior.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.




