Han pasado 28 años desde aquel 22 de diciembre de 1997, pero en Acteal el tiempo no ha traído justicia. La masacre que dejó 45 personas indígenas tzotziles asesinadas,la mayoría mujeres, niñas, niños y mujeres embarazadas— sigue siendo una deuda histórica del Estado mexicano, una herida que no cierra y un recordatorio incómodo de la violencia institucional que marcó a Chiapas y al país entero.
Las víctimas pertenecían a Las Abejas de Acteal, una organización civil pacifista que eligió la resistencia no violenta en medio del conflicto armado entre el EZLN y el Estado. Mientras rezaban en una pequeña ermita, fueron atacadas por un grupo paramilitar que actuó durante horas, sin que las fuerzas de seguridad intervinieran. La omisión también mata.
Una masacre anunciada
Acteal no fue un hecho aislado ni producto del “enfrentamiento entre comunidades”, como durante años intentó presentarse. Diversos organismos nacionales e internacionales han documentado que la masacre ocurrió en el marco de una estrategia contrainsurgente, donde grupos armados operaban con tolerancia —cuando no complicidad— de autoridades locales y estatales.
A 28 años, la narrativa oficial sigue siendo insuficiente: no hay responsables intelectuales sancionados, no se ha esclarecido la cadena de mando ni el papel del Estado en la creación y protección de estos grupos.
Justicia fragmentada, impunidad intacta
Aunque hubo detenciones y sentencias, muchos de los condenados fueron liberados años después por fallas procesales. La Suprema Corte reconoció irregularidades, pero esas fallas no se tradujeron en una investigación profunda contra quienes permitieron o facilitaron la masacre.
En 2020, el Estado mexicano ofreció una disculpa pública, reconociendo su responsabilidad por acción y omisión. Para las y los sobrevivientes, el gesto fue importante, pero insuficiente. La verdad completa y la justicia siguen pendientes.
Memoria que incomoda
Acteal persiste como símbolo de lo que ocurre cuando el racismo, el militarismo y el desprecio por la vida indígena se normalizan. También es un recordatorio de que las mujeres —indígenas, pobres, organizadas— suelen ser las principales víctimas de las violencias estructurales y armadas.
Cada año, las comunidades regresan a la ermita, nombran a sus muertos, encienden velas y repiten lo que el Estado aún no ha cumplido: ni perdón sin justicia, ni olvido sin verdad.
Porque Acteal no es pasado.
Porque 28 años después, la impunidad sigue viva.
Y porque la memoria, cuando se nombra, también es una forma de resistencia.




