Han pasado cinco meses desde la desaparición de Ana Amelí García Gámez en el Ajusco y la herida sigue abierta. No sólo por su ausencia, sino porque su caso volvió a encender una alerta que autoridades y gobiernos han preferido ignorar durante años: el Ajusco es una zona sin condiciones reales de seguridad, pese a ser un espacio público, turístico y frecuentado por senderistas, ciclistas y familias.
Ana Amelí salió a caminar y no regresó. Lo hizo en un lugar que, en el discurso oficial, se presenta como área natural protegida, pero que en la práctica carece de vigilancia constante, protocolos claros de seguridad y presencia efectiva del Estado. Cinco meses después, no hay respuestas, no hay resultados y no hay justicia.
El Ajusco no es un caso aislado ni un “accidente”. En los últimos años se han documentado otras desapariciones, hallazgos de personas sin vida y denuncias de asaltos, agresiones y abandono institucional en esta zona del sur de la Ciudad de México. Aun así, la seguridad sigue siendo intermitente, reactiva y dependiente de la tragedia de turno.
La desaparición de Ana Amelí expuso algo incómodo: cuando una mujer desaparece en un espacio que debería ser seguro, la responsabilidad no puede diluirse. Aquí no sólo falló la búsqueda, falló la prevención. Falló un Estado que permite que zonas completas queden en una especie de limbo, donde cualquiera puede entrar, pero nadie garantiza que puedas salir.
Desde el primer momento, la familia tuvo que enfrentarse no sólo al dolor, sino a la lentitud, a la desorganización y a la falta de claridad en las acciones de búsqueda. Mientras tanto, el Ajusco seguía igual: sin vigilancia permanente, sin controles reales, sin medidas que eviten que otras personas desaparezcan en el mismo lugar.
Que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos haya intervenido no es una casualidad ni un gesto simbólico. Es una llamada de atención grave: el caso de Ana Amelí representa un riesgo estructural, no sólo para ella, sino para cualquiera que transite por una zona donde la ausencia del Estado se ha normalizado.
Lo más preocupante es que, a cinco meses, no hay cambios visibles. No hay un plan integral de seguridad para el Ajusco, no hay información clara sobre cuántas personas han desaparecido ahí, ni una estrategia pública para evitar que este territorio siga siendo un punto ciego. El mensaje es devastador: puedes desaparecer en la capital del país y el sistema seguirá funcionando como si nada.
Exigir justicia para Ana Amelí también es exigir seguridad para quienes transitan el Ajusco. Es exigir que este no sea recordado como “el lugar donde desapareció”, sino como el sitio donde el Estado finalmente asumió su responsabilidad. Porque no se trata sólo de encontrarla, se trata de evitar que haya más nombres, más fichas de búsqueda y más familias rotas.
Cinco meses después, la pregunta ya no es sólo dónde está Ana Amelí. La pregunta es cuántas desapariciones más necesita el Ajusco para que la seguridad deje de ser una promesa vacía. Mientras no haya respuestas, mientras no haya justicia, este caso seguirá recordándonos que la omisión también mata y que el silencio institucional es otra forma de violencia.




