A pesar de décadas de denuncias internacionales, campañas de sensibilización y marcos legales que la prohíben, la mutilación genital femenina (MGF) sigue siendo una realidad cotidiana para millones de niñas y mujeres en el mundo. Una práctica que no tiene ningún beneficio médico, pero sí consecuencias físicas y psicológicas irreversibles, y que hoy continúa normalizándose bajo el amparo de la “tradición”.
Liberia: avances lentos frente a una práctica profundamente arraigada
En Liberia, la mutilación genital femenina continúa practicándose en gran parte del país, especialmente en zonas rurales. Más de la mitad de las mujeres entre 15 y 49 años han sido sometidas a algún tipo de mutilación, una cifra que evidencia la profundidad del problema. La práctica está estrechamente vinculada a rituales de iniciación de sociedades tradicionales, donde la ablación se presenta como un requisito para ser aceptada socialmente.
Aunque en años recientes se han dado pasos importantes —como la proclamación de líderes tradicionales para abandonar la MGF y ceremonias comunitarias que sustituyen el corte por rituales simbólicos—, la realidad es que Liberia aún no cuenta con una prohibición penal clara y contundente a nivel nacional. Esto deja a miles de niñas en una zona gris, donde la costumbre pesa más que los derechos humanos.
Una violencia que no es exclusiva de un solo país
Liberia no es una excepción. La mutilación genital femenina sigue practicándose en al menos 30 países, principalmente en África subsahariana, pero también en regiones de Medio Oriente y Asia. Países como Somalia, Guinea, Djibouti, Sudán, Mali y Sierra Leona presentan algunas de las tasas más altas del mundo, con prácticas que en algunos casos rozan la universalidad.
En otras naciones como Nigeria, Etiopía, Gambia, Burkina Faso o Eritrea, la MGF sigue siendo común en ciertas comunidades, mientras que en países como Yemen, Irak, Indonesia y Malasia persiste de forma localizada. Además, la migración ha llevado esta violencia a países donde es ilegal, pero donde niñas continúan siendo mutiladas en la clandestinidad o durante viajes “de regreso” a los países de origen.
Tradición, control y desigualdad de género
La justificación suele repetirse: tradición, pureza, honor familiar, control de la sexualidad femenina. Sin embargo, organismos internacionales coinciden en algo fundamental: la mutilación genital femenina es una forma extrema de violencia de género. Busca disciplinar el cuerpo de las mujeres desde la infancia, limitar su autonomía y reforzar estructuras patriarcales que las colocan como objetos de control social.
Las consecuencias son devastadoras: hemorragias, infecciones, dolor crónico, complicaciones durante el parto, problemas sexuales y traumas psicológicos que acompañan a las sobrevivientes durante toda su vida. Aun así, el silencio, el miedo y la presión comunitaria siguen protegiendo a los perpetradores.
Una deuda global con las niñas
Según estimaciones de organismos internacionales, más de 230 millones de mujeres y niñas vivas hoy han sufrido mutilación genital femenina. Erradicarla no es solo una cuestión cultural, sino una obligación ética y política. Implica enfrentar estructuras de poder, cuestionar tradiciones que violentan y garantizar leyes efectivas, educación sexual, protección infantil y acompañamiento a las sobrevivientes.
Mientras la comunidad internacional conmemora cada año el “Día de Tolerancia Cero”, millones de niñas siguen siendo cortadas en nombre de costumbres que nunca debieron existir. La pregunta ya no es si el mundo sabe lo que ocurre, sino por qué sigue permitiéndolo.




