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La Virgen de Guadalupe, o del Control de las Cosas
Cronista del municipio de Aguascalientes
El fenómeno religioso ha sido estudiado desde muchas perspectivas, la teológica, desde luego, pero también la sociológica, la política, la económica, la psicológica, y ahora vengo a enterarme que también hay quienes lo han abordado desde la neurociencia, de la que se deriva la neuroteología, es decir, la disciplina encargada del estudio de aquellas zonas del cerebro susceptibles de reaccionar ante el fenómeno religioso, o más bien dicho, las zonas que si son debidamente estimuladas producen la experiencia de la divinidad; la trascendencia.
E incluso se asume que la práctica religiosa comunitaria puede producir la sensación de bienestar a partir de la idea de que “alguien tiene el control”, pero también por el sentimiento de “actuar correctamente”, y de hacerlo conjuntamente con otras personas, circunstancias que estimulan la producción de neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, responsables en la generación de placer y felicidad.
“La religión permite que el ser humano esté en paz consigo mismo y con el formidable y misterioso universo al que le lanzó algún poder mayor que él mismo”, afirma el genetista y biólogo evolutivo Theodosius Dobzhansky.
Semejantes reflexiones, vistas a la luz de la fiesta guadalupana; de la intensidad que alcanza su culto, este encontrarse a la Morena del Tepeyac por todas partes, como en este mural ubicado en la esquina de las calles Salvador Quezada Limón y Bartolo Macías, en la Colonia Curtidores, estos estudios, digo, son como una cara de la moneda, poco conocida; poco explorada, y quizá para muchas personas inaceptable, pero que también permiten avanzar en la comprensión de un fenómeno del que más bien conocemos la otra cara: el acompañamiento a millones de mexicanos que la Virgen de Guadalupe ha realizado a lo largo de prácticamente toda la historia del país; ese sentimiento tan extendido de que la Virgen es nuestra, y muy nuestra, y nos protege de todo mal, amén; las peregrinaciones, la pesantez del alma cuando se va a la basílica, al santuario, y luego la ligereza que se experimenta a la salida, etc.
¿Qué importa que no haya tal, que evidentemente no lo haya?, tal y como se puede comprobar en los alrededores de esta vida, en los niveles de violencia que hemos alcanzado, en la inexistente corrupción, en la injusticia, en la inseguridad, en los otros datos de millones de personas, etc.
Esto me recuerda una conversación que tuve hace años con mi amigo Alejandro Velasco Rivas, ateo declarado, pero discreto por aquello de la intolerancia reinante en estos lares, aunque cualquier día sale del closet religioso… Ni al caso viene discutir aquí el por qué de su fe en la no fe -a final de cuentas el ateísmo es también una fe-, y ni siquiera recuerdo el contexto en que dijo lo que a continuación escribo, pero que se me quedó grabado con fuego, por lo paradójico. Así como a la pasada, como quien pregunta la hora o pide que le sirvan más agua de jamaica, dijo que él, a la hora de dormir, rezaba… Me fui de espaldas, porque evidentemente semejante afirmación contradecía su ateísmo, cosa que le hice saber.
Su respuesta fue que efectivamente era ateo, pero que no siempre lo había sido, y en todo caso el rezo era una especie de apelación a sus años infantiles, cuando efectivamente había alguien que velaba por su bienestar, es decir, sus padres, y que si bien no creía que hubiera alguien ahí fuera que escuchara sus rezos, hacerlo lo tranquilizaba y le ayudaba a conciliar el sueño, aparte de que su ateísmo procedía de un acto de racionalidad, la mente en libre reflexión, mientras que los rezos tenían su origen en esa dimensión irracional que todos llevamos en el ánima. A lo mejor resulta que Dios existe en esta última dimensión y no en la primera. ¿Cómo saberlo? (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected]).




