The normal’s the one thing you practically never get.
That’s why it’s called the normal.
- Somerset Maugham, Of Human Bondage.
“Me considero una persona normal” -afirma el protagonista de Ampliación del campo de batalla (1994), la novela con la que debutó el hoy afamadísimo Michel Houellebecq-. “Bueno, puede que no exactamente, pero ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%”.
¿Y tú? ¿Eres una persona normal? ¿Normal? ¿Qué es normal?
La palabra normal nos llegó del latín normalis, que primariamente quería decir “hecho según el molde” o “acorde a la regla”. ¿A la regla? ¿Conforme a qué regla? Conforme a una herramienta romana específica: la norma, una escuadra empleada por carpinteros y albañiles que servía para lograr y luego verificar la rectitud y la perpendicularidad a la hora de manufacturar artefactos y erigir construcciones. Norma est genus regulae: la escuadra es un tipo de regla. El significado de normal se remonta, pues, no a la naturaleza sino al mundo, al ámbito de los humanos en el que invariablemente intervenimos, modificamos y fabricamos cosas. En su origen, normal no se refería a lo espontáneo, sino a lo creado mediante la técnica y el trabajo, es decir, a lo artificial.
El vocablo que designaba a la escuadra romana, norma, proviene del griego γνώμων (gnṓmōn), que significaba “aquel que discierne” o “indicador”. Un gnomon era la vara, estaca u obelisco que, al proyectar su sombra, medía el tiempo, es decir, la aguja del hēliakón, del reloj de sol. La palabra griega gnomon pudo llegar al latín por medio del etrusco, lengua en el que no se usaba el sonido gn-, de tal suerte que gnomon se transformó en algo más próximo a noma o norma. Y conviene recordar que gnomon proviene de la raíz indoeuropea *gno-, “conocer”. Así que la noción de lo normal, lo que se ajusta a la escuadra, está etimológicamente ligada al conocimiento (gnomon): lo normal es lo que se sabe que está indicado. Mientras que el gnomon es un dispositivo de conocimiento externo -informa sobre el tiempo-, la gnosis es un conocimiento que produce el individuo en su interior -comprensión, revelación-.
La romana no es la escuadra más antigua de la que tenemos noticia. Esa sencilla y poderosa herramienta existió mucho antes de que Roma fuera fundada. Los romanos la heredaron. Los griegos, además del gnomon, tenían el kanon (κανών), una caña o vara recta de medición, y juntos funcionaban como la norma. Y, por supuesto, las civilizaciones orientales anteriores ya conocían y empleaban herramientas que servían para imponer a la materia líneas y ángulos rectos. En Mesopotamia y Egipto se usaban instrumentos de verificación de rectitud -cuerdas, niveles y escuadras-, sin los cuales las obras monumentales no hubieran podido ser construidas.
Podría creerse que las disposiciones rectilíneas surgieron aparejadas al desarrollo civilizatorio -campos arados, pirámides, agrupamientos militares…-; sin embargo, hoy sabemos que los homínidos han intentado perfilarlas incluso antes de que los sapiens surgiéramos de la cadena evolutiva: hasta ahora, el rastro más antiguo que evidencia el trazo intencional de rectas es una concha de almeja hallada en Indonesia, en la que se observa un patrón en zigzag grabado hace unos 450 mil años, seguramente por un homo erectus usando un diente de tiburón.
Hace unos 120 mil años, alguien como tú -quiero decir un sapiens, paleolítico, pero sapiens- tomó un pedazo de hueso de aurochs -una especie de toro extinto- y deliberadamente grabó en él seis líneas paralelas, más o menos del mismo tamaño y separadas entre sí con cierta regularidad. No son marcas de despiece ni azarosas marcas de uso. Si bien su imperfección geométrica es apreciable a simple vista, lo son también la intención, el ritmo, es decir, una voluntad de dar forma. El hueso -descubierto en el sitio paleolítico de Nesher Ramla, Israel- quizá sea el vestigio más antiguo de símbolos gráficos. Desde entonces, cada línea recta antrópica es un conato: una aproximación obstinada a una forma que no existe en la naturaleza, pero tampoco en el mundo concreto creado por los humanos. Desde hace cientos de miles de años los homínidos hemos tratado de trazar líneas y ángulos rectos, círculos y triángulos equiláteros perfectos… Aún no lo logramos, ni siquiera actualmente con todo nuestro poderío tecnológico. ¿No? ¿Si usted dibuja una línea recta con un lápiz bien afilado y usando, digamos, una regla T, no plasmará una línea recta?
Existe un abismo conceptual infranqueable entre la perfección matemática que pretende imponer una regla T, un escalímetro o una escuadra romana y lo que podemos encontrar en la naturaleza y en general en la realidad concreta. Platón identificó el núcleo del problema hace más de dos mil años. Su argumento es demoledor: aunque nadie ha visto jamás una línea perfectamente recta ni un ángulo exactamente recto, todos sabemos lo que son. El filósofo griego sabía que ningún objeto perceptible posee superficies absolutamente planas ni bordes perfectamente rectos ni nada es estrictamente circular… Desde primaria cualquiera sabe que un cuadrado es un polígono de cuatro lados iguales, con cuatro ángulos rectos (90 grados), y que, como cualquier polígono, únicamente tiene superficie, es decir, que carece de volumen. Usted mismo ahora puede tomar una pluma, una regla, y dibujar en el papel un cuadrado… ¿Pero es exactamente un cuadrado? Considere que, en la realidad física concreta, no existen objetos de dos dimensiones: todo lo que existe materialmente tiene necesariamente tres dimensiones espaciales. Un cuadrado, como concepto matemático bidimensional, es una abstracción que existe únicamente en el pensamiento y representado en sistemas formales matemáticos. Todo cuadrado real es un ideal que se rindió. Una hoja de papel tiene cierto espesor -tercera dimensión-, aunque sea mínimo, y las líneas que figuran el cuadrado tienen grosor y profundidad -si usted no me cree, écheles un ojo a través de un microscopio-. A nivel atómico y subatómico, la noción se complica más: los átomos y partículas subatómicas existen en tres dimensiones espaciales y además se están moviendo: no hay superficies verdaderamente bidimensionales, son materialmente imposibles. Los teoremas geométricos son representaciones aproximadas de los objetos perceptibles: un cuadrado perceptible es apenas aproximadamente plano, con bordes apenas aproximadamente rectos y puntos-vértice apenas aproximados. Este es el llamado problema de Platón: la geometría es un cuerpo de verdades sobre cosas reales, pero las cosas perceptibles no realizan verdaderamente propiedades geométricas.
Así como ningún cuadrado es exactamente un cuadrado, ninguna persona es exactamente normal. Houellebecq no pone un juego de palabras en la boca del protagonista de su novela; la declaración muestra una profunda paradoja: si alguien alcanzara a ser absolutamente normal, perfectamente normal, al 100% conforme a la norma, resultaría anormal, una aberración.
La norma romana, el gnomon griego, nuestra escuadra han sido siempre instrumentos de aproximación: herramientas que nos permiten medir y verificar, pero jamás alcanzar la perfección geométrica, algo que ni esos modelos encarnan. Del mismo modo, la normalidad a la que apuntamos -ese conjunto tácito de reglas que estructura nuestras expectativas sociales, nuestras conductas y nuestras identidades- es apenas un conato, un esfuerzo obstinado hacia una forma que carece tanto de existencia natural como de posibilidad de realizarse de manera concreta. El homo erectus que grabó zigzags en una concha hace 450 mil años, y el sapiens que luego marcó líneas paralelas en un hueso hace 120 mil años, no estaban simplemente inventando técnicas: estaban reconociendo, sin saberlo, que la realidad nos condena a perseguir formas que nunca alcanzaremos. Y así seguimos, generación tras generación, dibujando nuestros cuadrados imperfectos, grabando nuestras líneas irregulares, pretendiendo ser normales, conscientes en el fondo de que siempre queda un margen-ese 10, 20 por ciento de desviación-, el cual es lo que nos hace no sólo humanos sino reales. La normalidad, como la geometría de Platón, no es una meta alcanzable sino un horizonte: una ilusión que nos obliga a fabricar, a modificar, a intervenir en el mundo con el fin nunca consumado de aproximarnos a una rectitud que existe únicamente en el pensamiento.
@gcastroibarra




