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viernes, diciembre 5, 2025

Opinión / Dos realidades

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Las primeras gotas comenzaron a caer cuando llegábamos a las instalaciones del IFE al sur de la ciudad.  Eran las diez y media de la noche, más o menos, del domingo primero de julio de 2012. Para mí la jornada había comenzado temprano, muy temprano. Decidí levantarme a las cinco de la mañana para ser el primero en llegar a la casilla, en la que estaría como representante de Movimiento Ciudadano. A las siete y diez estaba ahí, no fuera ser que hubiera madruguete, me repetía desde días antes. El entusiasmo no me dejó caer en un sueño profundo la noche de la víspera, pero también era el que me mantenía en pie y con mucha energía. Desde antes de que los funcionarios de casilla terminaran con el armado de ésta, comenzaron a llegar los primeros ciudadanos, formaron una fila y a los pocos minutos se impacientaron, querían votar, ya.

El primero en la fila ejerció su derecho, y el segundo, y el tercero, y todos. Ingenuamente creí que sólo habría congestionamiento a la apertura, a mediodía y al cierre. Todo el día hubo gente, realmente fueron pocos los lapsos de calma y tranquilidad. Al final se confirmaría lo visto durante la jornada, ahí la participación fue alta, más del setenta y cinco por ciento.

El trato con los funcionarios y con los otros representantes de partido siempre fue cordial, auxiliándonos mutuamente y hasta haciendo una que otra broma. Como estábamos en medio de otras dos casillas, hubo equivocaciones de algunos votantes, que depositaron sus boletas en las urnas de las casillas adyacentes. Tomamos nota del asunto, presenté en dos ocasiones los escritos de incidentes correspondientes y ambos fueron recibidos por los funcionarios sin mediar discusión alguna, como lo marca la ley. Todo bien, pues.

Poco antes del cierre a las seis de la tarde, el cansancio en todos ya era visible. Pero venía la parte más importante, el escrutinio y cómputo. Había que espabilarse, un café, un chocolate, un jugo, agua. Era menester que la lucidez y la agilidad mental y visual estuvieran a su máxima capacidad. Los funcionarios hicieron sus tareas de manera eficiente y lo más rápido posible. No hubo nada irregular, en efecto, hubo un par de boletas menos, aquellas de las equivocaciones, circunstancia que quedó asentada en el acta de incidencias. De las tres casillas, la nuestra fue la primera en terminar, eran las nueve y cincuenta de la noche. El presidente, la segunda escrutadora y yo iríamos al IFE a entregar el paquete electoral.

Ya había llovido durante el día, pero la noche nos recibió con un goteo leve. A todas luces, los empleados del IFE estaban rebasados. En la banqueta, una fila larga de presidentes de casilla y sus acompañantes. En la calle, una fila larga de paquetes electorales, custodiados por soldados. Aquí y allá, en pilas, como si se fueran a encender fogatas con ellas, las urnas, mesillas, mamparas, plegadas y amontonadas a toda prisa. Lo que importaba era los paquetes. El flujo era lento. La llovizna se volvió lluvia y amenazaba seguir in crescendo. Al parecer, todos habíamos olvidado la sombrilla, nos guarecimos con lo que teníamos a la mano, las urnas y demás material con rótulos oficiales. Por fin, gritaron el nombre del presidente y el número de nuestra casilla, éste entregó el paquete electoral y recibió el acuse correspondiente. Justo en ese momento, la tormenta se desató. Sentí pena por los que quedaban atrás, que todavía eran muchísimos. Nosotros ya habíamos terminado y salimos corriendo hacia la camioneta, imposible no mojarnos. Ya casi eran las once y media de la noche.

El presidente tuvo la cortesía de invitarnos a cenar. Decidimos ir a una cenaduría, ahí había sendas pantallas de televisión que volvían a todo comensal, aun sin quererlo, en televidente. Las varias pantallas mostraban un fondo verde, con una fila de banderas mexicanas con el símbolo del águila en dorado y en primer plano a Enrique Peña Nieto, con su dicción y ademanes ensayados, que ya se presentaba como virtual presidente de México. La pantalla desplegaba un escenario que pretendía representar a México y no podía esconder el tufillo de fausto presidencialista.

La realidad ante mis ojos y la de la pantalla, una al lado de la otra, parecía que se acercaban, pero no, nunca llegaron a tocarse, nunca lo harán, veo, son absolutamente paralelas. Los mexicanos hemos vivido esto de manera cotidiana desde hace décadas. Nos han enseñado a dudar de nuestras percepciones, pero no de lo que se muestra en la televisión. Pero, ¿por qué creímos que ese día –hoy, cualquiera– sería diferente? La fiesta ciudadana había terminado y, como en toda fiesta, cuando ésta termina, como dicen, viene la cruda realidad. Mi sensación final de esa noche la resume un famoso y comentadísimo pasaje de Don Quijote, éste y Sancho Panza andan de noche por El Toboso en busca del palacio de Dulcinea y dan con un edificio que por las penumbras los confunde, al despejar las dudas Don Quijote dice: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”. Hoy habría que reformular la frase proferida por Don Quijote y decir de aquí en adelante: “Con la televisión hemos dado, Sancho”.

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