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viernes, diciembre 5, 2025

Caja de bombones / Desde la Redacción

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Por Tania Magallanes

 

En una de sus investigaciones, Hercule Poirot fracasa. El infalible detective de Agatha Christie no se percata que la pista para resolver el misterio estaba en una caja de bombones. Para evitar futuras presunciones, le pide a Hastings, su amigo y compañero de aventuras, que le recuerde este error mencionando “caja de bombones” cada que se vanaglorie de sus éxitos. Poirot es arrogante, un ególatra que se considera incapaz de cometer fallos, pero que tiene dos constantes descuidos: nunca se percata de su soberbia y recurrentemente, sin malicia, de una u otra manera llama tonto a Hastings.

La caja bombones de Poirot es un bañito de humildad, uno que a todos nos hace falta. A todos. Olvidamos nuestras debilidades y nos regodeamos del talento, poco en ocasiones, que tenemos. Presuntuosos, criticamos todo pero no hacemos autocrítica. No reflexionamos sobre nuestras acciones o hierros, nos justificamos y ahí queda. Presumimos ser buenos escritores, perfectos ingenieros, excelentes padres, ciudadanos de una calidad inimitable, mientras que los demás no ven las cosas tan perspicaz e inteligentemente como nosotros que detectamos sus fallos, toooooodos sus fallos; son los Hastings tontos. Así que mientras señalamos a otros, no nos damos nuestro bañito.

Yo ya tuve uno. Por querer mostrar mi grandioso intelecto le adjudiqué la célebre, celebrísima cita Pienso, luego existo a Sócrates. Cuando me corrigieron y caí en mi error, disimulé riendo y repitiendo constantemente mi fallo sin pena. Burlarse de sí mismo aligera el peso de la burla de los demás, supuse. Un bañito de humildad que me recuerda que gozo de una saludable estulticia y que me obliga a pensar más antes de hablar -bájate los humos que entre más alto escupes, más fuerte te cae en la cara, dice mi abuela-. No siempre lo logro. He de equivocarme hasta por omisión como Poirot y su inconsciente presunción.

Muchos tendrán el suyo, algunos también lo recordarán entre risas, otros preferirán ni pensarlo por el bochorno que esto les causa, tal vez culparán al vecino del error. Estamos imposibilitados para analizarnos, y si a alguien se le ocurre fungir como Pepe Grillo, su crítica hacia nosotros sería mal recibida con un así soy, ¿y qué?, no pedí tu opinión, me vale madres o, si bien le va, nos limitaremos a asentir con un dejo de molestia.

El caso es que la autocrítica nos salvaría de muchos líos y permitiría que este mundo fuera más amable. Pienso, por ejemplo, en la reducción de corruptelas -el tema de moda desde hace unos meses hasta este fin de año donde todos nos queremos y tenemos buenos sentimientos, mientras llega bien la cuesta de enero-. Si la autocrítica nos llevara a ser menos corruptos, no sólo eliminaría la entrega de dinero al tránsito porque nos pasamos un alto y quiere llevarse nuestro auto, también haría que no le compráramos drogas al narco después de haber asistido a la manifestación contra el presidente -vivos se los llevaron mientras inhalamos el polvito-, tal vez después de una buena autocrítica, con el ejemplo y  no con palabras vacías, enseñaríamos a nuestro hijos, empleados, amigos, que no se vale llegar tarde a ningún lado, ni insultar, ni descalificar o minimizar los logros de los demás. Tal vez dejaríamos de hablar de lo que no sabemos, como lo hice yo.

Al final de todo este alegato, la autocrítica nos salvaría de muchos líos si nos permitiéramos darnos cuenta del fallo y estuviéramos dispuestos a enmendar los errores, en vez del clásico soy un desgraciado y no me importa. El bañito de humildad sería muy beneficioso si quisiéramos aprender de él.

Por desgracia, al final Poirot tardó más en hacerle la solicitud a Hastings que en olvidársele el propósito: “Yo, que sin duda poseo uno de los cerebros más brillantes de toda Europa, puedo permitirme ser magnánimo” y recordar el error, dijo, mientras da media vuelta y sigue pensando en la excelsitud de sus actos, en su infalible comportamiento, en el mundo decadente en el que vivimos. Así nos pasará a nosotros, si nuestra propia caja de bombones nos resulta insuficiente contra todo lo maravilloso que somos.

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