Esta columna fue coescrita por Rodolfo Rafael Medina Ramírez, los aciertos son suyos, cualquier ignorancia matemática es mía.
Al igual que hay muchachas a las que basta con verlas para reconocer su hermosura, hay formulaciones matemáticas que son bellas. El teorema de Pitágoras, perfecto en su simplicidad, la secuencia de Fibonacci, un número que repite una y otra vez en los diseños más bellos de la naturaleza, la casi irresolubilidad del teorema de Fermat, uno de los problemas más complejos y simples al mismo tiempo de toda la historia de las matemáticas, son algunos de los pocos ejemplos de esa perfección que un ojo, cualquier ojo, descubre, debería descubrir, a la primera. La identidad de Euler, eπi-1=0, no sólo entra en esa categoría, sino que los matemáticos la consideran la expresión más hermosa de la historia. Y, como las muchachas hermosas a primera vista, es perfecta en su simplicidad, lo que se ve, y su complejidad, lo que no se ve.
Lo primero que llama la atención en esta formulación es que es una identidad y no una ecuación. Es decir que en su escritura no entra ninguna variable (las famosas x, y, z), sino números que son constantes y siempre iguales a sí mismos. Y las cinco constantes que usa son además las cinco constantes universales, transcendentales, en el sentido científico, de toda la matemática. Como si la muchacha tuviese en un solo cuerpo, en su afuera y en su adentro, contenidas todas las perfecciones. Y tocar cualquiera de ella sería afearla, como sucedería si, por ejemplo, le restáramos menos uno a cada uno de los términos que la identidad (eπi=-1).
La identidad de Euler utiliza en uno de los lados de la igualdad el cero, una constante trascendental de la matemática. El cero, que apareció tan tarde en la matemática occidental, es el número que separa los positivos de los negativos en la horizontal de los números, y el que separa el arriba del abajo en una gráfica bidimensional. Además, dentro de la matemática, se considera que una ecuación que sea cero o tienda a cero es infinitamente (en el sentido peyorativo, no en el científico) más sencilla, o, al menos, más manejable, que cualquier otra. El cero es la paz, el punto de equilibrio, resumido en el perfecto “tiende a cero” de las soluciones complejas. ¿Y, acaso, esa muchacha hermosa no busca la paz o, al menos, “tender a cero”?
Al otro lado de la igualdad se encuentra el uno, el primero de los números naturales, el fundamental, el que al sumarse a sí mismo completa la serie de los discretos números entre los cuales no hay nada en medio. El uno es, desde los pitagóricos que fueron los primeros en asignarles significados esotéricos a los números, el símbolo de la unidad, de la identidad, del ser uno mismo. Pero, en otra de las geniales bellezas, esta identidad está en su componente negativo “-1”, como si la muchacha para llegar al cero perfecto tuviera que negarse, al menos un instante, en su individualidad.
Pi (o sea, π) es la base de toda la geometría y representa la siempre incalculable relación entre la longitud de una circunferencia y su diámetro. Por mucho que los matemáticos intenten descubrir todos sus decimales nunca acaban. Por mucho que intenten una circunferencia (un polígono de lados infinitos) perfecta, los matemáticos y la naturaleza fallan siempre, y sin embargo, y por ejemplo, la distancia lineal de un río desde su nacimiento hasta la desembocadura y la distancia real, meandros incluidos, que tiene da como relación, precisamente, pi. ¿No podría ser, entonces, que de las vueltas que dé la muchacha siempre será la misma relación consigo misma?
La letra “i”, la última de las constantes de la identidad de Euler, recibe su nombre de su propio ser. “i” es un número imaginario, la imposible existencia de algún número que pudiera representar la raíz cuadrada de uno, que además fue “descubierto” por Euler, un número que como escribió Leibniz es “una especie de anfibio entre el ser y la nada”. Pero un número que sirve para, en física cuántica, simplificar la descripción de los estados cuánticos variables en el tiempo y, en matemáticas, descubrir la dirección de los vectores tridimensionales. ¿No sería como su única forma de saber dónde estará la muchacha, que no sabe dónde va o dónde quiere ir?
La letra “e” que, además se llama número de Euler, es un número que es al mismo tiempo real, irracional y trascendente. Todos los logaritmos, por sencillo o complejos que sean, acaban encontrándose con él. Gracias a ella se avanzó en el cálculo y en el análisis matemático. Como las otras constantes de la identidad de Euler fue descubierta cuando se necesitaba y gracias a ella los físicos pueden describir fenómenos complejamente sencillos como el giro de una veleta frente a una ráfaga de viento, el movimiento del sistema de amortiguación de un automóvil o el cimbreo de un edificio metálico en caso de terremoto. Y, ¿por qué no?, las distintas reacciones de la muchacha ante eso que a falta de mejor nombre llamamos amor.
PD: Y, por si fuera poco, Euler, dejando a un lado su genial intuición, es uno de los matemáticos más geniales de todos los tiempos, al que no le bastó con ser uno de los matemáticos más prolíficos de todos los tiempos y aparecer en sellos y billetes, descubrir constantes, abrir nuevos campos para su disciplina. Un matemático que, como si quisiera decir que la perfección es imposible, falló en una sola cosa. Jamás logró resolver el teorema de Fermat, ése que se resumía en un reto: Hanc marginis exiguitas non caperet.




