Rodrigo Negrete
No sé qué tanto los lectores estén familiarizados con esta tragedia que tuvo lugar el 26 de julio de 2014 por la noche cuando una madre trabajadora salió tarde por la noche de la empresa en la que laboraba para no volver a regresar a casa, dando inicio al calvario y agonía de su hija adolescente, su padre y su hermana. Aquí la palabra calvario es casi un eufemismo porque no hay sufrimiento más enloquecedor que enfrentar una situación en el que el dolor y la incertidumbre se fusionan en un solo látigo para lacerar mente e imaginación a cualquier hora del día o de la noche: tormento además que no conoce un término o límite físico, y que las legislaciones en México no han reconocido aún en toda su magnitud. Así pues al no saber absolutamente nada de Cristal los familiares ponen la denuncia correspondiente acompañados por asociaciones civiles de Aguascalientes, lo que dio lugar a la averiguación previa del caso y con ello al inicio oficial de las investigaciones por parte de la Procuraduría del Estado (PGJ).
Al cabo de un año casi exacto en el que no había evidencias que condujeran a alguna parte, una persona acude a la PGJ para comunicar a las autoridades el haber escuchado una indiscreción de alguien presuntamente involucrado en la desaparición. De inmediato la PGJ detiene al individuo señalado, cuyo interrogatorio lleva a su vez a una sucesión de detenciones que suman un total de cinco. La historia que emerge según lo que la procuraduría comunica a los medios es que Cristal Acevedo aquella fatídica noche salió más tarde que el resto de los empleados de la tienda Coppel ubicada en avenida De los Maestros para tomar el último autobús a casa: en el camino la interceptan dos de los ahora detenidos quienes la someten llevándosela de la avenida a una de las calles interiores en la colonia España. La introducen a un local donde se hornean lechones y en el que estaban otros tres individuos con quienes los dos primeros habían estado drogándose antes de salir a la calle a interceptar a Cristal. Una vez adentro del local, uno de los cinco abre a Cristal con un cuchillo (no se sabe o divulgado qué más sucedió ahí) y, para disponer del cadáver, quien de ellos laboraba en el local y sabe operar el horno lo enciende y así incineran el cuerpo, arrojando posteriormente las cenizas al drenaje (como dato macabro adicional el negocio de lechón horneado siguió operando intermitentemente hasta el día que la PGJ reunió estas declaraciones).
Lo que se tiene aquí es un pequeño Ayotzinapa, si bien no en el sentido de una fusión de la autoridad local con el crimen organizado, sí en cuanto a que se está ante una situación en el que la investigación básicamente lo que tiene son declaraciones pero sin pruebas periciales sólidas (al parecer incluso menos que en Ayotzinapa). Esta es pues la crónica de lo que se tiene por el momento.
De aquí en adelante lo que diré es a título estrictamente personal porque que soy miembro de una asociación civil (Tanuc A.C.) que le ha dado seguimiento al caso y acompañado a los familiares de Cristal en sus manifestaciones públicas. Debo mencionar esto último porque el caso en cuestión plantea enormes disyuntivas no sólo a autoridad e instituciones como la Comisión Estatal de Derechos Humanos, sino también a los activistas, al tener todo el potencial de generar profundas divisiones no solo entre las asociaciones que junto con los familiares claman justicia, sino al interior mismo de las asociaciones. Casos como éste van todavía aún más lejos porque obligan a ver también con otros ojos procedimientos y estándares jurídicos bajo el cual son juzgados los inculpados lo cual termina afectando a la sociedad toda, más allá de lo que puede sacudir una nota roja que indigna pero que a final de cuentas luego termina olvidándose ante el alud de información y de horror de nuestra época.
En el homicidio de una persona en el México hoy en día y especialmente en el de una mujer, pueden suceder tres cosas distintas; que haya sido asesinada por un conocido; que haya sido víctima de crimen organizado (involucrado o no con autoridades) o que se sea víctima de un crimen de oportunidad. Como bien se ha señalado (Miguel Valencia, LJA 3 de agosto) un crimen de oportunidad es aquél en el que no hay vínculos de por medio entre víctima y victimario más que la circunstancia del momento. No debe sorprender, por ejemplo, que en el caso del asesinato de Andrea Nohemí acaecido en julio de 2012 el crimen se resolviera al cabo de tres meses porque el inculpado -que además también aparece en conexión con una segunda chica posteriormente asesinada- no era un total desconocido en la vida de Andrea, mientras que aquí estamos ante un caso que se prolonga a lo largo de todo un año y pudo haberse prolongado mucho más que eso.
Si a lo anterior le sumamos que es posible que los inculpados en el caso de Cristal Acevedo tuvieran acceso a un recurso singularmente efectivo para disponer del cuerpo, estamos realmente ante una situación singularmente difícil para la fiscalía desde el ángulo que se le vea. El tiempo transcurrido y los medios a disposición de los presuntos perpetradores se fusionan en un caso en el que, por necesidad, la evidencia pericial tiene que ser sumamente pobre.
No corresponde a mi persona decidir si la relación de hechos que da la PJG es verdadera o exacta, pero sí a señalar que el sentido común dicta que no se pueden pedir las mismas evidencias a crímenes que difieren radicalmente en sus circunstancias. Lo que describe la PGJ no es inconcebible que suceda y si no es así en este caso, es algo que efectivamente sucederá con frecuencia si quienes perpetran crímenes aprenden que la jugada decisiva es cómo disponen de los restos de las víctimas. En suma, lo que inquieta es que no haya una legislación que comprenda que hay crímenes en los que la confesión y la incriminación tengan un peso específico más grande que en otros y que ello en buena medida resulta inevitable.
Pero antes de la legislación me preocupa que las mismas activistas y asociaciones civiles se cierren de entrada ante la versión que presenta la PGJ, sobre todo siguiendo el modelo Ayotzinapa en el que si los padres de las víctimas dicen que están vivas, entonces por fuerza tienen que estarlo. Debo subrayar que no es que ya haya pronunciamientos en ese sentido, pero no es improbable que cuando se den tomen tal dirección. Y es que un problema frecuente en el activismo es el razonar en términos de narrativas o historias con una propensión ideológica a privilegiar ciertas narrativas por encima de otras. Mientras la hipótesis alternativa más maldad y conspiración suponga o más larga sea la cadena de incriminaciones, más tiende a favorecérsele. Parece que la autoridad sólo es creíble si se ciñe a una historia o guión en particular en la que concluye que ella también es culpable, venga o no al caso.
Preocupan también ciertas confusiones conceptuales. Como que toda confesión entraña tortura, o también decir que en este caso en particular con lo que se cuenta no son más que confesiones. Cuando se tienen cinco detenidos no hay sólo confesiones, se tienen testimonios cruzados, normalmente de mutua incriminación. Los participantes se vuelven también testigos recíprocos. No se está aquí ante una sola declaración en solitario lo que efectivamente no deja otra cosa enfrente que una confesión. También es común confundir que la presión al interrogado con su tortura. Ni en Suecia seguramente se obtiene información de incriminados sin ejercer presión en ellos: no se trata de tomarse un cafecito con el sospechoso para ver qué información desea compartir. Tampoco se trata de simplificar la naturaleza humana detrás de una confesión, misma que puede estar motivada por los resortes que operan desde la complejidad de la sique de un perpetrador: hay quien no puede callar sus propios crímenes. Pero más allá del activismo, esperemos que en todas estas confusiones conceptuales tampoco incurra la Comisión Estatal de Derechos Humanos que por principio no debe padecerlas.
Se comprende por otra parte, dado el historial de las policías judiciales en México (hoy policías ministeriales) la sospecha de casos que se resuelven sólo por confesión (a confesión de parte relevo de pruebas) lo cual se convirtió en todo un incentivo a la tortura, práctica extendida en el pasado que en modo alguno se ha erradicado en el presente y que por décadas fue el recurso más fácil, mismo que no sólo llevó a la cárcel a inocentes, sino que atrofió las capacidades de investigación de la procuración e impartición de justicia en el país. Sin negar ese antecedente y contexto, ello no quiere decir que la confesión y la incriminación per se sean inválidas, exceso en el que ahora se está incurriendo y que la delincuencia entiende cada vez mejor cómo semejante carta juega a su favor.
Como se sabe, no es infrecuente que los inculpados se desdigan de su primera declaración y ello es así no sólo porque su defensa los instruya a desdecirse, sino porque también comienzan a calibrar en la que se metieron y/o también porque sienten la presión social sobre sus hombros tanto como las miradas interrogantes de sus cercanos. Pero cuando se dice que hay tortura de por medio, en la medida en que ello es también una acusación -en este caso dirigida a la autoridad- quienes la profieren también están obligados a aportar pruebas y aquí entonces es muy importante que la Comisión Estatal de Derechos Humanos se pronuncie si las hay al respecto o no las hay. Desde luego esto se complica sobremanera si la Comisión conociendo la relación de hechos que presentó la PGJ no investigó a tiempo. Por otro lado la PGJ cometió un error si no invitó a la Comisión a estar presente en el interrogatorio. Y es que la Comisión Estatal de Derechos Humanos no debe verse como un obstáculo en el camino de la investigación sino como una instancia que puede fortalecer la causa de la fiscalía si avala que no hay lugar para el reclamo de violación de derechos de los indiciados.
El caso de Cristal Acevedo lleva entonces a una reflexión de orden mayor: a la necesidad de que se formule un marco conceptual claro que establezca en qué casos la confesión y la incriminación tienen una importancia de primer orden y cuándo se necesita de más pruebas. También de la importancia de diseñar mejores protocolos sobre las interrogaciones y primeras declaraciones que no dejen huecos aprovechables por la defensa de los criminales. Como parte de estos protocolos debe establecerse con claridad cómo deben coordinarse Procuradurías y Comisiones de Derechos Humanos en los primeros momentos posteriores a una detención.
Si este tipo de problemáticas no se resuelven estaremos atrapados en una espiral de impunidad creciente e irrefrenable por sobre-reacciones respecto a posibles abusos de autoridad y malentendidos jurídicos e institucionales. Los crímenes no son sólo acontecimientos desafortunados para quienes conocieron a quien no debían o estaban en el lugar y hora equivocados. La forma como se procura e imparte justicia en un caso particular como el de Cristal Acevedo, puede terminar convirtiéndose en todo un mensaje para quienes ya delinquen o consideran hacerlo.




