Para los mexicanos el campo de entrenamiento ha sido la tortillería. Desconozco como sea en otros países, pero para eso están los clichés: quizá en Inglaterra hagan lo propio en los remilgosos locales de tea pastries, en Alemania en los chiringuitos de embutidos, en Francia en las boulangeries. Las mamás mexicanas, con su omnisciente instinto que adquieren en automático en la sala de partos y que en lo siguiente todo lo justifica, mandan a sus polluelos desde muy temprana edad a comprar tortillas. Algo saben. Acaso sea la primera faena ante el mundo, lejos de la protección materna, de cada infante mexicano. Las madres no dudan –mijo, vaya por un kilo de tortillas–, saben que tal mandato traerá al escuincle un cúmulo de conocimientos y habilidades que pondrá en practica durante toda su vida –sí, mamá, voy corriendo–, y el niño o niña inocentotes toman el dinero y salen llenos de entusiasmo y de una nueva sensación, la libertad, por primera vez se les ha confiado algo a ellos solos –cuidado al cruzar la calle–. Pero no, no nos confundamos, las madres no lo hacen porque confíen en su retoño, sino porque no les queda de otra –sí, mamá–. Es tal la carga de labores diarias que necesitan un secretario, escudero, paje o mandadero, un pequeño que se ocupe de pequeñas acciones de responsabilidad limitada –no tardes, te fijas en el cambio–. Ya en la tortillería, el niño por primera vez en su vida hará fila y ahí conocerá de sopetón dos verdades pesadas e ineludibles: una, siempre habrá filas, toda la vida, a donde vaya y a cualquier hora, siempre habrá una línea de gente que se interponga entre el y su objetivo, antes de asistir a la primaria, aprenderá que la distancia más corta entre dos puntos no es la recta sino la fila; dos, como mexicano, descubrirá que tiene una atrofia congénita en la glándula del espacio vital, verá que no tiene reparos en acercarse demasiado al que tiene en frente, como si eso ejerciera presión y empujara hacia la meta al gentío alineado y acelerara el paso y redujera su tiempo de espera y verá también que no importa que el de atrás se le acerque demasiado, pues hace lo mismo que él, se entiende –un kilo, por favor–.
Debido a estas dos verdades contundentes y a que parece que en México el mercado de tortillas –o ningún otro, en realidad– nunca alcanzará el mentado y supuesto equilibrio de autosuficiencia neoliberal, por lo que siempre habrá o sobredemanda o sobreoferta, con una alternancia cíclica de precisión relojera e infinitas filas, amigo extranjero, a estas tierras o modos, se le invita a seguir los siguientes pasos si desea adoptar un mexicano.
Primer paso: No abuse. El mexicano está altamente entrenado en el arte de esperar parado, bajo techo o al aire libre. Puede aguantar un sol lacerante en camiseta, un viento helado y desquiciante en bermudas o guarecerse de una lluvia torrencial con solo una cachucha sobre su humanidad; sabe hacer ejercicios de estiramiento y relajación con movimientos leves y casi imperceptibles; hacer complicadas cuentas mentales o tener un diálogo interior sin parecer esquizofrénico; leer el periódico o subrayar unas fotocopias para el resumen que se entregará por la tarde; los mexicanos saben esperar en fila, haga uso de esas destrezas para pagar recibos o comprar productos o pedir información, incluso, si su mexicano es ya un adulto crecido y talludito, le puede insistir en que haga de ello un oficio, una gestoría profesional, incluso puede aprovechar a su mexicano en otras tareas que no requieran paciencia zen pero sí control de la ansiedad, pero no exagere, recuerde que una fila de gente es un caos ordenado, la espera, una tensión contenida, si presiona demasiado, la presa puede romper violentamente.
Segundo paso: No oponga resistencia. El mexicano se vale de varias técnicas para meterse en una fila, saludar a algún conocido, saludar a un desconocido, aparentar ignorancia, preguntar cualquier tontería, fingir torpeza o distracción son las más comunes y simples, pero también hay varias prácticas de sutil y capciosa manufactura que casi siempre son ejecutadas por fodongas cuarentonas, la víctima es siempre algún mozuelo iluso que está a punto de llegar a la meta: en todos los casos se alude una urgencia, una enfermedad o alguna circunstancia especial, como que ya habían estado ahí temprano, faltó algo y les dieron la indicación de ya no formarse y pasar directamente. Atención, ante tales circunstancias, seguro perderá un turno, lo único que puede hacer es abrir los ojos e ilustrarse, pues sin lugar a dudas estará ante una maestra del embeleco callejero. Esperemos que el mexicano que le toque en adopción sea un bribón consumado en el arte de infiltrar desfiles sin marcha, pues le traerá un ahorro de tiempo considerable y aprenderá mañas que son harto ventajosas, por ejemplo, cuando el hambre arrecia en un buffet; si en cambio le toca un buñuelo de mexicano, no hay remedio, habrá que estar siempre alerta y defender la posición en la línea como si fuera la última torre en pie del castillo, no tema, en México esto no es una descortesía y falta de educación sino un deporte nacional.
Tercer paso: No desista. Aunque su mexicano sea muy virtuoso, no olvide implementar un régimen de entrenamiento cotidiano en casa: para comer, para el baño, para la televisión, para el auto, etc., se recomienda el uso de la fila, no dude en instalar los aditamentos necesarios para reforzar los simulacros –postes, cadenas, vallas–, así no solo no se perderá tan valioso know-how sino que se aguzará.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano hace fila para comer? Sí ¿El mexicano hace fila para beber? No ¿El mexicano hace fila para acostarse? Depende.




