Por Francisco J. Caballero
Después de tantas malas noticias, como la reducción de las estimaciones de crecimiento económico para el 2016 y la caída del valor del peso para llegar a casi 19 por dólar o la caída en los indicadores de confianza de los consumidores, hace unos días se dio a conocer que la desocupación en México se redujo del 4.2 por ciento en el primer trimestre del 2015 al 4 por ciento en el mismo periodo pero de 2016 es decir la población ocupada creció dos décimas de punto. Siempre resulta sorprendente que en países con un mayor grado de desarrollo tengan cifras de desocupación que duplican a las que se difunden en México; se reitera que la metodología es semejante y que, por lo tanto, no hay engaño en los números.
El problema no está en la metodología sino en algunos matices de lo que no se dice. Pero si la dinámica de la ocupación y su medición genera por sí misma un problema de información para conocer la verdadera dimensión del desempleo, las características del mercado laboral, específicamente de los ingresos por sueldos y salarios, son relevantes para entender por qué pese a que los niveles de desocupación no son tan elevados -según el gobierno-, la economía crece -casi nada- y los indicadores macroeconómicos están bajo control -también según el gobierno-, el marcado interno sigue estancado -según vemos todos los días-.
Una de las diferencias más evidentes respecto a la manera en la que se contabiliza la ocupación por ejemplo en los países europeos tiene que ver con la informalidad. Mientras en esos países dicha actividad es inexistente o de poca monta en México casi 30 millones de personas trabajan sin contar con registro alguno, y con nula seguridad social. Estas casi 30 millones de personas se consideran, para efectos estadísticos, como ocupadas, y lo son. No se regulariza su situación informal por dos razones: la primera se refiere al potencial estallido social que se provocaría con el 57 por ciento de la población ocupada en condiciones de desocupación plena; por otra parte, la informalidad es una de las fuentes de ingresos más importante en una red de corrupción como la que existe en México. Quienes no tienen permisos, licencias, seguridad social para sus trabajadores ni para sí mismo, ni está tributando, la posibilidad de trabajar consiste en hacerlo en alguna de las modalidades que permite la corrupción gubernamental.
Por otra parte, cuando se informa acerca de las positivas cifras de desocupación hay que tener presente que con el solo hecho de haber buscado trabajo se considera que la persona no es desempleada. Entre la informalidad, los trabajos temporales y la ocupación friccional (aquella que es voluntaria porque el trabajador se sale de un trabajo para buscar otro), tenemos un país de la fantasía en cuanto a ocupación se refiere. No se trata de un asunto de metodología sino de una realidad que de presentarse con toda su crudeza mandaría a este país y a sus gobernantes a la parte más baja de la pobreza, la desocupación, la corrupción y la desigualdad.
No solo en lo que respecta a la metodología y a las medias verdades la ocupación se encuentran algunos de los focos de alerta de la economía mexicana. Los niveles salariales resultan ser uno de los aspectos cruciales para explicar y entender por qué nos encontramos en una suerte de estancamiento permanente, con bajas tasas de crecimiento y ocupación.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, 21.7 millones de personas ganan menos de dos salarios mínimos al mes, es decir, tienen ingresos por debajo de los 4,380 pesos. Casi la quinta parte (18.6 por ciento) de todos los trabajadores mexicanos ganan un salario mínimo. Menos del 6 por ciento de todos los trabajadores ganan más de 5 salarios mínimos es decir más de 10 mil pesos al mes. Esta es la estructura de la demanda para los productos mexicanos. Ya que se da decretado que la inflación siempre es y será menos del cuatro por ciento no es difícil prever cuál será el comportamiento de los aumentos salariales en el corto y mediano plazos.
Con esta estructura salarial, el bajo dinamismo económico, la reducida flexibilidad productiva y laboral de las empresas, tampoco es de extrañar que la informalidad y la ilegalidad vayan en ascenso. Se trata de un problema estructural de la economía mexicana que se ha venido profundizando desde los ochenta, y también es el resultado de la política de contención de la inflación que se ha concentrado en un solo punto: mantener fijo unos de los costos de las empresas, el salario. No debe olvidarse que, en términos económicos, el costo del trabajo resulta ser una más de las variables con las que se puede mantener a raya el incremento de los precios. Al evitar el aumento salarial puede frenarse relativamente la inflación, siempre y cuando los otros precios -como el precio del petróleo, la tasa de interés o el tipo de cambio no se muevan-. En un escenario donde la contención salarial no puede frenar la inflación entonces se requieren otros ajustes o la inflación se sale de control. Ya el tipo de cambio anda inestable, las tasas de interés dentro de poco se incrementan y es previsible un ajuste en los salarios mínimos.
Esta situación ya se había presentado en los últimos 80 y parece que va a reeditarse, quizá con menor crudeza pero también en un contexto económico y social más endeble. La capacidad de maniobra del gobierno está acotada por el efecto de la caída en sus ingresos pero también es una oportunidad para quitarse de la ortodoxia -cosa difícil- y dejar que los precios de una economía subdesarrollada se ajusten a sus condiciones reales. En lo inmediato evitar una mayor pérdida del poder adquisitivo parece ser una alternativa para evitar un riesgo social latente: los ajustes tendrán que caer en el gobierno mismo.




