Para bien o para mal, las noticias diarias y los acontecimientos de los últimos meses han creado la percepción de que el actual gobierno del país entró en su fase final -o terminal-. Y asimismo, que la tarea de la alta burocracia federal ya no es abrir nuevos derroteros, sino que ahora consiste sólo en administrar la pendiente política, controlar el deterioro de la economía y preparar la sucesión presidencial de 2018. No obstante, además de los riesgos de inmovilismo gubernamental, esta situación augura la posibilidad de transitar una prolongada disputa política en medio de un clima de enrarecimiento y tensiones adelantadas.
Irónicamente, quien anunció el principio del fin del sexenio fue el propio presidente de la República, cuando afirmó que los procesos electorales del pasado 5 de junio no serían el preámbulo de la elección de 2018. Las fuerzas políticas entendieron que esa declaración sólo era un intento de ponerse el huarache antes de espinarse: era imposible no ver los desastrosos resultados electorales del PRI como una premonición del escenario de las próximas elecciones federales. Aun en el caso de que Peña Nieto hubiera tenido razón en su dicho, es innegable ahora que la renovación de las gubernaturas en 2017 de Coahuila, Nayarit y, sobre todo, Estado de México, serán la primera colina estratégica de la batalla por la próxima Presidencia de la República.
Sin embargo, es grave y preocupante que el régimen sexenal de gobierno haya entrado en fase de agotamiento, no porque hubiera culminado metas y objetivos, sino porque la multiplicación de situaciones conflictivas y problemas nacionales nos lleva a observar que el actual gobierno ya no tiene respuestas ni capacidad de resolverlos, y que tendrá que ser el próximo gobierno federal quien los resuelva de fondo.
En buena medida, el agotamiento del régimen provino de las debilidades de lo que fue la principal estrategia política del sexenio: el Pacto por México y las “reformas estructurales”. Si bien ese instrumento fortaleció al gobierno que empezaba en 2012, en corto plazo se evidenció que tal estrategia -que mostró a EPN como un hábil jefe de Estado por haber logrado las adecuaciones que las fuerzas de la economía global exigían del país- tenía graves riesgos e insuficiencias. Bastó que se manifestaran los desajustes de la economía mundial y los problemas de nuestra realidad nacional para demostrar que las reformas peñistas no habían sido las más indicadas para consolidar la economía nacional y fortalecer nuestro precario modelo político.
El gobierno usó las palancas de sus reformas estructurales, pero la economía no pasó de un crecimiento mediocre. Y difícilmente habrá cambios sustanciales en los próximos dos años, cuando ya se echó mano de los recortes presupuestales y aumentos de tarifas. Los grandes problemas nacionales, la concentración del ingreso, la desigualdad social, la pobreza generalizada y la crispación social no muestran mejores resultados ni tampoco mejores perspectivas.
En materia de transparencia y anticorrupción predomina el conservadurismo del régimen, que se negó a dar señales claras en ese frente. Las oportunidades de hacer algo trascendental en respuesta a la demanda ciudadana contra la corrupción, el gobierno las desperdició con torpeza de primera y argumentos de segunda.
En los temas de seguridad pública y derechos humanos ha permanecido la estrategia del uso de fuerza militar heredada del calderonismo y agravada por los hechos que han evidenciado a las corporaciones de seguridad: Tlatlaya, Ayotzinapa, Tanhuato y ahora Nochixtlán, seguirán abiertos, esperando más un juicio de la historia que una explicación confiable de la autoridad. La perspectiva máxima seguramente quedará en el mando mixto policial y cerrará el sexenio sin haber logrado corporaciones policiales confiables y eficientes en el país.
Los conflictos del ámbito educativo y magisterial llegaron a un punto sin retorno y se acumulan más razones para modificar la reforma educativa que para sostenerla. La obcecación gubernamental alcanza para una salida de negociación pragmática, y que luego se hagan los cambios legislativos.
A todo esto se agrega la pugna por la sucesión presidencial en el partido gobernante. Sin duda, el presidente -con la ortodoxia priísta que ha mostrado- tomará la decisión de su partido, pero cada vez más acotado por la realidad, pues el desgaste del gobierno también reduce a los aspirantes que pueden ser competitivos. Ante eso, las decisiones del grupo gobernante en lo que resta del sexenio, políticas públicas y nombramientos, estarán orientadas a contener el deterioro de la economía, trazar una estrategia viable para 2017-2018 y conservar la principal gubernatura para tener posibilidades de mantener la presidencia de la República.
En este marco, el planteamiento del principal líder opositor del régimen, López Obrador, no es equivocado. Lo mejor que se puede pedir a un gobierno que ha entrado prematuramente en su fase final, es que resuelva los pendientes sin complicar más las cosas. En este caso: conciliar los conflictos más álgidos como el magisterial y los que se avisoran, pero sobre todo evitar un mayor deterioro de las instituciones del Estado y del marco legal para preparar una futura transición política.
Por otro lado, la opinión pública ya tiene ante sí las opciones políticas para el relevo. Mucho se especula ya de manera natural e interesada, y hasta se proyectan candidaturas deseadas y alianzas fríamente calculadas. Sin embargo, en nuestra historia reciente hay ejemplos de finales de sexenio adelantados que se vuelven periodos ríspidos y accidentados, sobre todo porque el principal rasgo electoral de esos periodos es que la voluntad ciudadana no está sometida a ninguna hegemonía o preferencia sólida.
Pero no hay mal que por bien no venga. Los ciudadanos tenemos tiempo para observar y conocer las potenciales opciones políticas, su desarrollo y posicionamiento, porque ya están frente a nosotros simulando que no están en precampaña.
Independientemente de que los mercadólogos afirmen que en nuestras elecciones predomina el voto emotivo, y las maquinarias electorales perfeccionen sus mecanismos de inducción-control del sufragio ciudadano, nuestra evolución electoral avanza hacia la complejidad y sofisticación del voto. El agotamiento del actual sexenio, ha producido un proceso de
sucesión adelantada que nos da una buena oportunidad de analizar la configuración de las opciones de relevo, y sobre todo el programa que ofrecerán a un electorado que difícilmente apoyará una reedición de los gobiernos que ya hemos padecido.
Gilberto Carlos Ornelas
@gilbertocarloso




